Viernes, 26 de Abril 2024

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Plumas y antorchas

Por: Antonio Ortuño

Plumas y antorchas

Plumas y antorchas

El escritor argentino Mempo Giardinelli publicó, hace unos días, una carta abierta (él la llama “pública”) dirigida a su colega Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura y, con seguridad, el personaje más visible de las letras contemporáneas en castellano. Giardinelli, luego de deshacerse en halagos a la prosa del peruano, reclama a Vargas Llosa su apoyo al gobierno del presidente derechista argentino Mauricio Macri (con quien incluso se reunió en fecha reciente, en Madrid), al que considera un régimen “de estafadores”. Se dice descorazonado y avisa a Vargas Llosa que le seguirá reconociendo el talento como escritor “pero nada más”. A mí, qué quieren, me sorprenden varios asuntos que se desprenden de esta peculiar comunicación.

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Lo primero es la idea de Giardinelli, bastante arraigada entre muchos más, de que las posturas políticas de un escritor son particularmente relevantes. Y en especial las de uno reconocido, como Vargas Llosa, a quien el argentino denomina “maestro” (y a cuya figura hace bastantes caravanas). ¿El hecho de que alguien sea capaz de producir textos literarios inteligentes, emotivos, entrañables, hábiles, o como queremos calificarlos, da a sus ideas políticas un valor superior a las que puedan profesar los contadores, futbolistas, astronautas, científicas o peluqueros? La historia está cuajada de desmentidos. Grandes autores han sido partidarios de las dictaduras y se han mostrado como racistas de tomo y lomo, machistas a ultranza, fanáticos religiosos. No todos han sido tocados por el espíritu de la generosidad. Con frecuencia extraordinaria los grandes escritores son egoístas, mezquinos, viles o insufribles. O, cuando menos, combinan en sus personalidades rasgos admirables con otros que lo son mucho menos.

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Hay más en dónde cavar. Otra idea, equivalente o derivada de la anterior, es que la aparición o no de ese espíritu de generosidad que he mencionado es la que da medida de la habilidad literaria de un autor. Y que, por tanto, solamente los escritores que anden por la vida “haciendo el bien” son dignos de tal nombre. Otra vez, me temo, la historia desmiente esta idea, maniquea y casi podríamos decir que cándida. La historia (y también cualquier biblioteca o librería a elección) demuestran que con buenos sentimientos no se hacen, necesariamente, buenos textos. Es común que las letras animadas por una intención lineal de hacer el bien (o combatir el mal) remitan antes a la pedagogía y el catecismo que al arte verbal.

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La última perplejidad del asunto me la provoca Vargas Llosa. Él, como muchos de su generación, se considera no sólo capacitado sino casi obligado a pronunciarse al respecto de la política de cada meridiano y paralelo del planeta. Da y quita su apoyo a presidentes, secretarios, primeros ministros y empresarios y anda pronunciándose a favor de Fulano o Mengano en las campañas. Y quizá pueda entender que la gente ingenua ponga esperanzas políticas en un escritor, pero me parece francamente incomprensible que un escritor se crea su propaganda y se considere a sí mismo una antorcha moral y ética. Lo lamento: me entra la risa.

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