Podemos sentirnos lectores, claro, antes que otra cosa, pero en el fondo somos consumidores. Es decir, podemos vernos a nosotros mismos como lectores, congratularnos por ello y dárnoslas de muy cultivados pero para la “cadena del libro” (editoriales, librerías, agentes, etcétera) somos nada más que clientes. Clientes, eso sí, con diferentes necesidades y gustos, a los que se procura vender productos bien diferenciados. Y pongo el acento en la palabra “productos”: no es así como un escritor (que no sea un cínico o un idiota) ve sus textos ni como los ve un lector pero así es como son entendidos y expendidos por la industria. Es por ello que un mismo editor (o, para ser exactos, un mismo conglomerado trasnacional, porque esta lógica funciona esencialmente en ese terreno) sostiene una oferta libresca que puede ir, por citar al Mago Septién, “de lo sublime a lo ridículo”. El mismo grupo que posee uno (o cinco) sellos con aura de “exquisitos”, que publican traducciones de los narradores de actualidad a 350 pesos o de los poetas más enardecidos del mundo a 500 tiene también quince o veinte sellos que venden basura a destajo y mientras más apestosa, mejor: las “confesiones” de la vedette, los consejos morales del animador televisivo, la novela “dura y política” del blogger matanga. Y eso si nos va bien porque hay estaciones aún peores: las memorias o “proyectos de nación” de este o aquel politicastro. En fin. Es el triunfo del espíritu Netflix. Por si el amable lector no la conoce, Netflix es una plataforma audiovisual que permite observar decenas de películas y seriales televisivos mediante un servicio de suscripción más o menos económico. Su oferta es variadísima y su intención es proporcionarle al usuario esencialmente las cosas que le gustan sin tener que sufrir las interrupciones de las que no (o los cortes comerciales). En Netflix, uno elige como en el menú de un restaurante. ¿Que le asquea aquel actor o aquel tema? Pues hay otros cincuenta diferentes. ¿Que se quedó con ganas de algo parecido a lo que le gustó? Pues le recomiendan otras veinte opciones semejantes. La formación de un criterio propio exige que uno lea (o vea o consuma, pues) toda clase de propuestas. En este caso, se trata de que el proceso se simplifique y se acerque mucho a la parálisis. ¿Te gustan los dragones? Pues aquí hay veinte películas de dragones. ¿Te gustan los comediantes en vivo? Cuarenta de ellos están listos. Claro: la industria editorial aún no termina de dar el salto a la digitalidad que le permitiría establecer un sistema a lo Netflix con toda la barba. Aún necesita distribución, librerías, aún vende títulos por separado y no en rama. Pero eso quizá no dure para siempre. La megaconcentración editorial ha puesto la bases de un mundo de libros “de nicho”, elaborados, revisados y producidos por las mismas personas en las mismas oficinas, pero destinados a públicos no solo diferentes sino, incluso, irreconciliables. Veremos.