Raro es el arquitecto que, como el ingeniero Rafael Urzúa, tiene la suerte de intervenir integralmente, y aún de ser alcalde, de su pueblo natal. Y más raro aún el que lo hace con la brillantez y tino de este ejemplar alarife.No se ha analizado, escrito o difundido, ni de lejos, lo que la obra y la vida de Urzúa merecen. Miembro distinguido de la Escuela Tapatía de Arquitectura (1926-1936), formada al calor de la Escuela Libre de Ingenieros de Guadalajara, Rafael Urzúa fue el más modesto y tal vez el más naturalmente dotado de su generación. Dos años delante de él, en su misma escuela, estudiaba Luis Barragán. Así, desde el principio Urzúa reconoció en éste a su maestro y su guía, y eventualmente a su patrón en diversas obras que realizaran en colaboración. Fue debido a ello que la sombra de Barragán tendió a hacer más discretas la presencia y las hechuras del nativo de Concepción de Buenos Aires-Pueblo Nuevo.Después de años de intenso trabajo independiente, de 1926 a 1934, en los que por lo menos hay que destacar, un poco más adelante, la Casa Farah (1936) como una obra maestra, Urzúa es nombrado Director de Servicios Urbanos y Obras Públicas de Guadalajara. En 1937, coincidiendo con la muerte de su padre y de su abuelo, renuncia a su puesto para regresar a Concepción de Buenos Aires. Sin embargo, en 1943 retorna al servicio público como director de Planeación, Servicios Urbanos y Obras Públicas bajo el gobierno del General García Barragán, labor que terminó en 1947. Ese año se exilió voluntariamente, y de por vida, en su pueblo de nacimiento. Fue alcalde allí de 1965 a 1967. De 1989 hasta su muerte, en 1991, fue director de Obras Públicas de su municipio.Así, a lo largo de su vida, Rafael Urzúa fue el artífice de la consolidación de Pueblo Nuevo como una ciudad ejemplar. Siguiendo las directrices fundacionales y el sólido sentido común del iniciador del asentamiento (1869), el señor cura Ignacio S. Romo, Urzúa se preocupó por dotar de servicios, monumentos y comunicaciones a Concepción, haciendo de esta cabecera municipal un extraordinario lugar para vivir, y que afortunadamente hoy se conserva en términos razonables, con una intensa y saludable vida comunitaria.El ingeniero que hacía la mejor arquitectura de Jalisco planteó, sin aspavientos ni gestos teatrales, nada menos que una utopía: una utopía modesta y sencilla, provista sin embargo de un acendrado señorío, de vasto alcance. Urzúa entendía que tan importante como el empedrado, las cañerías o los caminos, estaba la amenidad y la dignidad del pueblo. Esta enseñanza es esencial, fecunda. La amenidad que logró darle a Concepción fue desde la agraciadísima plaza hasta el panteón, desde una serie de casas hasta los remates del trazado urbano. Y por si fuera poco, todo lo hacía con un rarísimo humor socarrón y muy fino que, con cuidado, puede leerse en todas sus hechuras. Supo aprovechar viejas piezas arquitectónicas desechadas de otros lados para componer preciosos motivos urbanos. Con más que justificados méritos, la gente de Concepción mandó hacer una estatua de bronce del ingeniero para ponerla en la plaza. Allí, de cuerpo entero y planos en la mano, Urzúa sigue presente recordando lo que es saber ser un arquitecto cabal, capaz de disponer el territorio, el pueblo, el barrio, el vecindario, la casa, el jardín, el mueble, la vasija… y un noble y viejo trofeo de cantera dispuesto en la plaza sobre un pedestal de exquisito y ranchero refinamiento. Un arquitecto, un ingeniero, completo. Larga sea su memoria.