En los días de fin de año puede haber más tiempo y calma —si se logra escapar a las rebatingas comerciales de la estación— para, entre muchas otras cosas, considerar la ciudad. Y considerar cómo vivimos en ella.El cotidiano traqueteo de los pendientes propicia que los entornos en los que vivimos, la ciudad misma, sean apenas el envoltorio más o menos estorboso para poder resolver los problemas y quehaceres que se agolpan. Nuestra época será reconocida como particularmente tonta en muchos sentidos: el de la circulación no es el menor de ellos. Cientos de miles de conductores encerrados en vehículos altamente caros y subutilizados, fuertemente contaminantes, sumamente costosos de operar en todos sentidos, y altamente ineficientes. Todos ellos luchando por hacerse campo en ciudades que no están pensadas ni hechas para esas magnitudes rodantes, maltratando el patrimonio, desparramando mal humor y agresividad, y lo más grave, tirando al caño el recurso más valioso: el tiempo.Con interesada ingenuidad las autoridades han intentado desde hace seis décadas reformar la ciudad de modo que quepan en ella todos los coches posibles: y ha sido un fracaso tras otro. Si esto, insistir en optar por lo evidentemente equivocado, no es tontería ¿de qué otro modo llamarle? Muy probablemente, dentro de algunas generaciones, las actuales causarán la conmiseración y la sorna de quienes se asomen a entender su historia. Se le conoce, a este fenómeno, como hacer el ridículo.Caminar por Guadalajara todavía, y siempre, puede ser un placer. Hay un experimento muy sencillo y gratificante: tomarse el tiempo de hacer un recorrido, que usualmente se hace en vehículo de motor, a pie. Se podrá comprobar entonces que la marcha tomó menos tiempo y esfuerzo del que se hubiera pensado. Que se llega más ligero que como se comenzó. Que el estímulo a la circulación sanguínea generó pensamientos inesperados e interesantes, que las calles y plazas, las casas y los edificios, los personajes y simples peatones adquieren un relieve insospechado. Que, en fin, la ciudad adquiere su personalidad y escala verdaderas. Se vuelve real, tangible, apropiable.El paso humano es capaz de recorrer, sin forzarse, cuatro kilómetros por hora: en ese tramo caben muchísimas cosas, muchísimas distancias que se piensan insalvables sin la ayuda de las ruedas y los motores. Mucha gente habrá que solamente haciendo el ensayo de caminar se dará cuenta de que, con un poco de reflexión en sus tiempos e itinerarios, puede prescindir del coche o del insatisfactorio camión para muchos de sus trayectos.Parece algo obvio, pero caminando la ciudad cambia, y radicalmente. En vez de ir renegando en una burbuja de fierro y plástico con aire acondicionado, se experimenta un clima benigno, se dan los buenos días o las buenas tardes con frecuencia, se advierten los soles y las sombras, el canto de los pájaros, la calidad del aire, algunos aparadores intrigantes. Y, a veces, la belleza misma transfigura el día del caminante: le da un valor extraordinario, reconforta.Puede ser a la vuelta de alguna esquina, una perspectiva agraciada, una fachada bien compuesta, un árbol esplendoroso, unos follajes que emiten, entusiastas, toda su verde energía. O el entrevero de ciertas palabras que forman el lenguaje de la ciudad y que, al combinarse felizmente, entregan una plenitud que se creía perdida.