Ni ciegos que estuvieran, quienes me rodean dejarían de advertir que lo que me sobran son kilos y ganas de mantenerlos conmigo, así que no me explico por qué mis amigos, parientes y allegados procuran mantenerme en semejante y malhecha forma, incitándome con cualquier guzguera, a sabiendas que no me puedo sustraer de engullírmela. A no ser porque me convierto en el pretexto perfecto para sacar a colación el entripante asunto de las dietas y remedios mágicos para adelgazar, no le veo el chiste a sus afanes de halagarme con todo lo que me entre por la boca. Y si me conocen la debilidad, ¿para qué me cucan? ¿Qué les hace suponer que frente a cualquier embate gastronómico echaré la virtud por delante?Parafraseando una vieja y popular melodía de los Alegres de Terán, en la que les da por hacer una apología musical sobre el “aborrecible vicio del alcohol” (como lo llamaba el locutor Jorge Águila al referirse a los excesos etílicos), podría yo modificar un poco la letra para entonar el estribillo afirmando que: “glotona yo he nacido, glotona siempre he sido y sé sinceramente que glotona he de morir… no culpo yo al destino que me marcó un camino que irremediablemente yo tengo que seguir”.Aunque suene a injusticia, culpo a mi recordada madrecita de haberme imbuido tan malsano hábito porque, para ella, la única manera posible de atender y halagar a su familia y visitantes consistía en mantenerlos batiendo las mandíbulas o refrescándose el cogote con las delicias que emergían de sus calificados oficios de cocinera. Y tal parece que yo salí igualita, porque desde que soy la señora de la casa, me ha dado por agasajar con cualquier fruslería a quien traspone el umbral de mi hogar; así sea quien acude a hacerme alguna reparación o instalarme algún servicio, de mi casa no sale sin haber movido el bigote.Pero así como tengo el vicio de comer, sin remordimientos ni conteos calóricos, encuentro mucho peor la maña que agarran algunas de mis congéneres que, como se avecina la temporada de fiestas y cuchipandas varias, llevan lo que va del mes refiriéndose penosamente al asunto y, según ellas, haciendo alcancía de abstenciones previas para permitir que, en lo que resta del año, la gula se desplace a sus muy anchas y les ofrezca la posibilidad de sumarse a las hordas que se proponen emparejarse de sus excesos como propósito de Año Nuevo.Por lo pronto, yo comencé a confeccionar la hucha de mis renuncias previas frente a una apetitosa dotación de chocolates, que con gentileza extrema me obsequió un alumno, de ésos de los que ya no hay, y cuya sola visión me alborotó las papilas gustativas que se contuvieron hasta que me subí al carro, de regreso a casa. Nomás uno, mientras llego y ya, me dije consciente del pecadillo que estaba por cometer, así que en el primer semáforo en rojo intenté destapar el contenedor que se me resistió hasta que llegué a la segunda parada obligatoria, no sin haberle hecho la lucha durante el trayecto. Ahí resolví despojar el bulto de su envoltorio de celofán utilizando los dientes, pero como éstos ya no me dan para tales efectos, resolví aprovechar el tercer alto para localizar algún artefacto que me auxiliara, y lo más punzocortante que me hallé fueron las llaves que retiré de la marcha y conseguí hacerle un agujero. Mi antojo desbordado tuvo que contenerse con la aparición de la cinta adhesiva que rodeaba la caja y que, una vez retirada, me permitió sacar uno de los dos paquetes que contenía, a su vez envueltos en sendos empaques sellados que demandaban la intervención de unas tijeras para abatir esos embalajes que los fabricantes emplean para que los chocolates queden seguros de aquí a la eternidad, o para las 18 navidades que tardan en venderlos.