Un amigo, que ha visitado en varias ocasiones ferias del libro importantes en otras geografías (hablo de Europa), suele explicarnos a los no iniciados que la gente que las visita es, en buena medida, profesional de la industria y su asistencia obedece a motivos de negocio. Las presentaciones dedicadas al público no son tan abundantes como en la FIL, dice, sino que el programa es dominado por actividades especializadas y concretas, que se enfocan a ciertos grupos de interés: agentes y scouts, editores, traductores, libreros… Total, el asunto es que su comentario se extiende a que el hecho de que la FIL esté “llena de vida”, es decir, de visitantes más o menos voluntarios que asisten a sus mil y un mesas y presentaciones, hace muy difícil transitar por sus pasillos, en especial a partir de que se terminan los llamados “días de profesionales”, las puertas se abren al público desde las 9 de la mañana y la Expo se abarrota de escolares.“En Londres o Frankfurt ves a los visitantes como tiburones. Van directo a sus presas. Acá las personas van a paso de ‘gallo-gallina’ y se estacionan a medio pasillo a saludar a un vecino o a mirarse los pies”. Es cierto. Los tapatíos tenemos una vocación de glorietas Minerva asombrosa. Una porción considerable de la gente que va a la FIL lo que busca es un paseo agradable: da unos pasos, se asoma a un pabellón o al de al lado y se detiene a darle el abrazo a alguien o a mirar en lontananza. Los profesionales tienen su área propia pero la feria, en general, es de los errabundos.Viene el último fin de semana y, con él, la multitud. Me parece perfecto: no podemos quejarnos de que las mayorías no se acercan a los libros y luego volver a quejarnos porque no lo hacen en perfecto orden.