Los trágicos sucesos de Egipto vienen a culminar una serie de reveses sufridos por los movimientos antiautoritarios y democratizadores del Norte de África, lo que se llamó “la primavera árabe”. Del entusiasmo con que fueron acogidos inicialmente (¡algunos llegaron a convertirlos en modelos inspiradores de los “indignados” en España o Estados Unidos!) se ha pasado a una decepción no menos exagerada, que los considera aún peores en sus resultados ideológicos y sociales que las dictaduras que desplazaron. Los perplejos, es decir quienes antes y ahora sólo hemos sido capaces de posturas más cautelosas, podemos invocar para nuestro relativo alivio mental el dictamen del historiador Macaulay: “son los hombres los que hacen la historia, pero no la historia que ellos quieren hacer”. Más allá de la lógica preocupación por lo que pueda suceder en una zona especialmente sensible y cargada de amenazas de nuestro atribulado mundo, lo que vemos en Egipto, Túnez o Libia propicia una reflexión sobre la democracia y los caminos nada obvios que llevan a ella. Desde luego no es un sistema político que pueda reducirse sencillamente a votaciones periódicas para elegir los gobernantes. Toni Judt escribió que la democracia exige en primer lugar garantías jurídicas y laborales, protección social, instituciones que regulen la actividad económica y garanticen las libertades básicas personales: las urnas vienen después, en último lugar, como culminación del proceso. Si se adelantan a todo lo demás pueden convertirse en un instrumento para acogotar el pluralismo y el libre juego político, en lugar de encauzarlo. Lo malo es que esta razonable exigencia plantea el viejo dilema de qué fue antes, el huevo o la gallina. En el presente caso, cómo lograr que las condiciones sociopolíticas que hacen viables los gobiernos democráticos precedan a su elección por los ciudadanos, cuando la primera tarea de tales gobiernos habría de ser institucionalizar dichos condicionamientos indispensables. Sin duda, uno de los obstáculos mayores en tales democracias incipientes es el islamismo radical de una parte importante de la población. No porque sea una religión (la mayoría de ellas, incluidas las formas más templadas de islamismo, conviven mal que bien con la democracia) sino porque es una religión con clara y avasalladora vocación política. No aconseja o predica comportamientos particulares, sino que quiere imponer determinadas leyes fundadas en su propia lectura del Corán. En todas las democracias hay unos principios morales compartidos, que hoy pertenecen más a la tradición humanista que a ningún credo en particular: y aún así se producen eventualmente enfrentamientos por cuestiones éticas. Pero ninguna democracia puede basar sus leyes en dogmas religiosos ni soporta calificativos eclesiales: no puede haber democracias “cristianas” ni “”islámicas”, lo mismo que tampoco podría haberlas “ateas”. El laicismo es una salvaguardia del pluralismo en las democracias y el ciudadano —más allá de sus creencias personales— debe ser laico (es decir, capaz de argumentaciones no basadas en la fe) cuando participa en la gestión de lo común. Las creencias religiosas son un derecho de cada cual pero no pueden convertirse en deber de todos. Ya hay muchas personas en los países árabes o en Egipto que piensan así, pero mientras esta forma de sentido común democrático no se establezca en ellos como mayoritaria la democracia será siempre un proyecto inacabado y quizá una peligrosa trampa civil. Podemos invocar para nuestro relativo alivio mental el dictamen del historiador Macaulay: “son los hombres los que hacen la historia, pero no la historia que ellos quieren hacer”