Viernes, 16 de Mayo 2025

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Colofón

Por: Jaime García Elías

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Más allá del acostumbrado corolario de la FIL, con la numeralia que da cuenta de visitantes, editoriales, países participantes, etc., sería pertinente intentar explicar el fenómeno de que en un país integrado mayoritariamente por analfabetas funcionales, se desate, cada año, con la Feria como pretexto, una euforia desmedida, incontenible, tempestuosa, creciente, por un evento que tiene, supuestamente, su esencia y sus cimientos en unos objetos punto menos que exóticos para la mayoría de los fans de los escritores: los libros.

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Una hipótesis sería que la generalidad de los asistentes a la Feria Internacional del Libro se identifican, en efecto, más con los escritores que con los libros a los que aquéllos deben su celebridad y su prestigio.

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Es probable, por ejemplo, que los centenares de asistentes —jóvenes, sobre todo— que participaron en el “encuentro” con Salman Rushdie, acudieran atraídos más por el morbo de que se trata de un personaje sobre cuya cabeza pesó, durante muchos años, una sentencia de muerte (“fatwa”) de los ayatolas islamistas, escandalizados por la que calificaron de actitud irreverente, blasfema, por el trato que dio a Mahoma (el profeta de Alá) en uno de sus libros (“Versos Satánicos”); muy pocos de los asistentes al “encuentro” habrían leído el libro en cuestión, y menos aún sabrían decir en qué consistió la supuesta irreverencia de Rushdie. Casi todos, en cambio, salieron del salón fascinados por su inteligencia y su sencillez: dos virtudes que en los libros resultan inaccesibles, porque cualquiera dispone el ánimo para oír durante una charla informal de 50 minutos —lo que dura una clase en la Preparatoria—… pero no cualquiera le dedica al libro las horas —en silencio, sin el aderezo de la palabra hablada— que demanda la lectura.

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Y como Rushdie, todos los demás: desde Fernando del Paso, muy limitado para la oralidad por cuestiones de salud, hasta Elena Poniatowska, César Vallejo… e incluso las celebridades de la televisión de las que vino a saberse, merced a la FIL, que no son tan iletradas como aparentan, porque hasta escriben (o firman, al menos) libros, para que no se diga que no hicieron la tarea a la que Francisco Liguori dedicó un estupendo epigrama: “Tuve un amigo canijo / que leyó en un libro viejo / aquel antiguo consejo / y lo siguió muy prolijo; / en su propósito fijo, / pensó, como buen ‘perplejo’ ), seré feliz porque dejo / un libro, un árbol y un hijo; / pero le salió mal todo, / pues, por errático modo, / tuvo, al fin de su jornada, / un libro muy aburrido, / un árbol seco y torcido, / y un hijo… de la ‘tostada’”.

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