Por una de esas cosas tan absurdas de la vida o, más bien, por andar ofreciéndome de anfitriona, en el entendido de que nunca me agarrarían la palabra, me honró con su visita en casa la hermana de una cuñada con quien pocos nexos afectivos guardo, toda vez que reside en tierras sonorenses y el hermano que nos emparentó políticamente ya pasó a mejor vida. Aunque tengo muy en cuenta que se trata de la madre de mi sobrino, y sólo por eso merece todas mis consideraciones, no deja de ser parte de esa parentela desbalagada con la que los nexos son tan escasos, como la voluntad para fortalecerlos. El caso es que por una llamada telefónica, de ésas que cada nunca recibo, la susodicha entró en contacto conmigo, tanto para solicitar asilo temporal para su consanguínea, como para encargarme que la auxiliara en las diligencias que pretendía realizar en la ciudad que visitaría por primera vez. Como quien dice, me vería en la eventualidad de fungir como hostelera, cocinera, chofer y guía de turistas para una reverenda desconocida, cuyo rostro con dificultad podía medio rescatar de la bruma del tiempo que hace que me la presentaron. Ya me veía yo atravesando con ella la Plaza Tapatía para mostrarle nuestra simbólica arquitectura; asoleándome la chirimoya en Tlaquepaque y Tonalá para que apreciara sus artesanías; deambulando por Plaza Andares poniendo cara de doña fresa; instalándome en diversos comederos para presumirle nuestras delicias locales. Me debo haber visto muy coda, pero también saqué cuentas de los dineros que me despacharía en la turística encomienda, pero no se trataba de exhibir la miseria, ni de ignorar el peregrino ofrecimiento que, como tantos que uno hace nomás por pura cortesía, le extendí a la cuñada, en el sentido de que cuando concretara la muy remota posibilidad de visitar mi ciudad, aquí tenía su casa. Como la interfecta nunca ha podido venir, aprovechó la oferta para mandarme a la hermana que necesitaba conseguir algunos efectos que no abundan en su pueblo y a quien recogí en el aeropuerto con un letrero, para vida de reconocernos. Ya puesta a sus órdenes, el primer requerimiento de quien resultó ser una muchacha simpática y dicharachera, fue que le recomendara un buen lugar donde realizaran depilación con cera. Y yo, que de eso sé tanto como de antropología filosófica, espanté a media docena de conocidas con mis indagaciones de ubicación al respecto. La siguiente petición consistió en localizar y desplazar a mi invitada a un buen expendio de corsetería tramposa, porque deseaba abultar temporalmente algunas zonas de su anatomía, por lo que no me quedó más que volver a alarmar con mi búsqueda de orientación a otra tanda de amistades cuyos pelos deben haberse quedado de punta por los días que seguí atosigándolas con mi preguntadera sobre una clínica donde aplicaran botox para evanecer las patas de gallo, sobre un buen salón de belleza para hacer tintes y degrafilados (¿?), sobre el mejor sitio para colocarse extensiones de cabello natural y pestañas de una por una. De lo único que supe dar razón a la visitante fue de la estética donde colocan uñas postizas, porque yo misma recurro periódicamente a someterme a tan vanidoso procedimiento pero, por desgracia, la aplicadora de mis confianzas no disponía de las habilidades y materiales necesarios para elaborar las coloridas prótesis de tamaño generoso y un decorado similar a los frescos de la Capilla Sixtina, que la fuereña andaba procurando. De lo que también puedo dar fe y cuenta es de que la mujer que, cinco días más tarde, dejé en el aeropuerto para su vuelo de regreso, fue una irreconocible fanática del artificio que no podrá decir que conoció Guadalajara, porque ni tiempo se dio para probar las tortas ahogadas y las jericallas.