Viernes, 19 de Abril 2024
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Economía

Como una vida

"Si llegas tarde, cobras menos. Sencillo, sin mayor drama. No hay "horas nalga"

Héctor Piña

Nunca mires el reloj. Ese fue el primer consejo que me dieron mis compañeros de trabajo el primer día que llegué a trabajar al car wash. La razón es simple, me explicaron: una hora se siente como dos cuando realizas trabajo físico extenuante, y corre cuatro veces más lento cuando checas la hora a cada rato. Excepto cuando estás en break, entonces es a la inversa. Me lo dijeron unos mexicanos y yo les creí porque en este país los hispanos hacen el trabajo duro y solo ellos saben cómo hacerle frente. Hice caso y escondí el teléfono celular en la mochila que siempre uso para llevar una libreta y mi wallet. Desde entonces así lo hago todos los días, aunque hay veces, muy pocas veces, que lo conservo en mi bolso derecho del short, cuando espero una llamada importante del médico o de México.

Es un jueves frío de noviembre de 2020 en el sur California. Son las 7:20 de la mañana. Como siempre, guardé el teléfono antes de arrancar el carro y tomar la avenida Citrus en Fontana, que me lleva al Freeway 10. Para hacer menos tortuoso el camino, lleno de tráfico, sintonicé en el 96.1 de FM a Don Cheto, el locutor hispano de radio más afamado en el estado. “Tortuoso” es, quizá, una exageración. El 10 es una de las vías menos congestionadas de todas aquellas que van de los suburbios hasta Los Angeles Downtown. “Tortuoso” es, sobretodo, deshonesto cuando has gastado horas en el Circuito Interior de la Ciudad de México o en la avenida López Mateos, en Guadalajara, a las 8 de la mañana. Eso sí es heavy traffic.

Salí del 10 a la altura del mall, por la avenida Milken, donde está mi empleo, luego de recorrer alrededor de 5 millas en 20 minutos. Llegué antes de mi hora de entrada para servirme un café de olla de 18 onzas que venden como tal en la marketa, pero que es más falso que mi permiso de trabajo. La cafeína, un licuado de verduras crudas y dos pastillas de vitaminas fueron la fórmula para inaugurar el día. Me falta mencionar algo: el acetominophen de 500 miligramos que uso para disminuir el dolor de los dedos. Antes de entrar a trabajar, abro y cierro mis manos muchas veces, extiendo los dedos; aunque el dolor casi nunca se va, se vuelve soportable con ese calentamiento. Listo, son las 8 am. Ponché (castellanización del verbo punch in, que significa checar la entrada al trabajo) y vi el reloj por última vez antes de iniciar mi jornada laboral.

- Ready Hector?- me preguntó Gintin, el manager, un filipino que lleva 20 años trabajando ahí.

- Yes, I’m. Go. - respondí y luego hice a un lado los conos anaranjados para indicar que los carros podían pasar.

Entre más trabajo, más dolor; entre más dolor, los minutos son más largos

Los automovilistas formaron dos líneas para recibir el servicio. Descienden poco a poco. Antes de entrar a la máquina de lavado, los carros pasan debajo de un arco y un techo de malla de tela, y ahí los aspiramos. Casi siempre, al menos de lunes a jueves, eso es lo que yo hago, aspirar, aspirar, aspirar, no 10 ni 20, sino 300 carros en un día, aproximadamente. Antes de la pandemia y del lockdown había hasta 500 carros en un turno. A esto le llaman ser vacumeador, que viene de la palabra en inglés vacuum. Me agaché en cuclillas, metí medio cuerpo al primer carro y tomé la aspiradora, mis dedos rodearon la boquilla, y comencé a moverla de arriba abajo sobre el piso, para eliminar hasta la más mínima basurita. Limpié los cuatro lados del carro. Así estuve todo el día, con la espalda encorvada y los dedos encogidos. El suplicio del cuerpo le da otra velocidad al tiempo. Entre más trabajo, más dolor; entre más dolor, los minutos son más largos.

Michael, el otro vacumeador y mi compañero de trabajo de lunes a jueves, llegó después que yo, a eso de las 9 am, ya que conduce desde Riverside, al este del centro de Los Angeles, durante una hora, si tiene suerte. No hubo problema, nunca lo hay. El jefe no estalla en ira ni amenaza con correrte porque aquí pagan por tiempo, cada minuto está tasado. Si llegas tarde, cobras menos. Sencillo, sin mayor drama. No hay “horas nalga”, según el campo semántico del oficinista mexicano. Michael ponchó y luego me saludó.

- Hi you doing Hector. Has it been busy? - preguntó al mismo tiempo que tomó la aspiradora.

Michael tiene 29 años. Está casado y con dos hijos. Es hispano, de ascendencia mexicana, para ser exactos. Su abuelo paterno emigró de Jalisco a California en el siglo pasado. Nunca me ha podido decir específicamente de qué municipio, por más que le pido averigue. Ama los tamales y no puede comer sin chile pero nunca ha pisado México ni habla español, aunque le gustaría hacerlo. Por eso todos los días me pregunta por el significado de distintas palabras. “How do yo say esto, how do yo say lo otro Hector.

- What does mean sabrosa Hector? -me cuestionó ese día.

- Tasty, delicious, like los tamales, Mike - repondí.

- No, no, no. I mean... Why does a Mexican men call the cashier “sabrosa”?

- I got it, Mike. So.. It’s no good. - le dije y debí explicarle.

Nuestras clases improvisadas se enfocan más en el slang, tanto mexicano como gringo. Entre nosotros no es How are you, es What’s up bro. No es buenos días, es Qué onda, guey. El primer lugar de México que Michael quiere visitar es el estado donde nació su abuelo. Es por eso que a estas alturas ya sabe por qué la salsa que le echa a sus burritos se llama tapatía. Está entrenado en la conjugación del verbo “ocupar”. Identifica las jericallas, los bolis y el tejuino. Sabe que no es recomendable comerse los tamales dentro de un bolillo o birote, aunque goza de libre albedrío. Y domina una serie de palabrabrejas que no quisera repetir.

Yo soy muy distraído, pero Michael no. En un punto de la mañana, me alertó que estábamos aspirando la troca de un racista.

- Ey Hector. Look… look… look... The driver is Trump supporter. Look at the hat. Look at the stickers.

Solo entonces me percaté de la gorra roja con la famosa leyenda Make America great again y con el nombre de Trump. Michael y yo simulamos aspirar la camioneta. No solemos ocultar nuestra aversión hacia los fucking racist. Si Michael ve los stickers antes de que el cliente baje del auto, me avisa y entonces no lo saludamos ni le respondemos nada, solamente le señalamos a dónde debe dirigirse. El silencio es nuestro pequeño acto de resistencia.

Antes de mediodía hubo una pequeña pausa. Los carros pararon. Y siempre que ocurre eso Genaro se acerca conmigo. Es mi otro compañero de trabajo. Tiene 53 años. Nació en Michoacán y llegó a Estados Unidos poco después de la victoria de Vicente Fox en las elecciones del 2000 en México. Es contador. Quiero decir que fue contador en nuestro país. Aquí solamente mete los carros al túnel del car wash. Vivió siempre en el municipio de Tepalcatepec, donde surgieron las autodefensas para enfrentar a los narcotraficantes agrupados en La Familia Michoacana. Genaro afirma que fue a la misma secundaria que José Manuel Mireles, el líder del movimiento armado. “Fue casi mi compañero, iba como dos grados adelante de mí”, me dijo alguna vez.

Me busca para hablar de política. Le apasiona, está bien informado, lee noticias todo el tiempo, sobretodo las mira por YouTube. Todos los días llega de madrugada al estacionamiento del trabajo para ver, sentado en su carro, La Mañanera, la conferencia matutina del Presidente mexicano. Es él quien me hace un resumen pormenorizado de la misma. Es defensor a ultranza del actual gobierno; votó por él desde aquí. Cree que México, al que no va desde hace una década, está cambiando y eso le emociona, aunque nunca vaya a regresar.

- Los grandes corruptos se van a acabar, se van ir a la chingada esos cabrones, ahorita están temblando-, me asegura casi a diario.

El trabajador hispano, sobretodo el indocumentado, no acostumbra reclamar

Michael y yo seguimos trabajando mientras Genaro toma su lunch time. Las cosas fluyen como siempre. Cuando veo que termina la hora de lonche de Genaro es porque ya son las 12, exactamente la mitad de la jornada. Después de él, es mi turno. Yo no tengo un tiempo fijo para comer, a veces Gintin me da 30 minutos, quizá 45 o hasta 60, dependiendo de cuánto trabajo haya. La ley indica que deben darte media hora de lonche y dos break de 15 minutos, pero no en todos los lugares se cumple a cabalidad, y el trabajador hispano, sobretodo el indocumentado, no acostumbra reclamar, a diferencia del estadounidense o el asiatico. Esta vez tengo una hora para comer, me apresuro, lo hago en 10 minutos, después de todo llevé comida boring (ensalada) porque debo bajar las libras que he subido desde que llegué aquí. El resto del tiempo la pasé dormido en el carro. Suelo hacer eso siempre que tengo break largo. En ocasiones muy extraordinarias saco mi teléfono celular y hago llamadas pendientes, generalmente a México. Esta vez no lo hice.

La segunda parte del día fue una tortura. Los carros no pararon de llegar. Es como si alguien hubiera dicho a los clientes que la mejor idea era ir por la tarde y por ende todos llegaron al mismo tiempo. Se formaron líneas enormes de carros. En esas circunstancias tratas de no verlas. Clavas la mirada en la carpeta del auto en turno. Te obsesionas con las basuritas. Pasas con fuerza la aspiradora. Sacas la basura grande con la mano y la lanzas al piso. Aspiras y aspiras. Un carro tras otro. Te das cuenta de que la línea de carros es más corta y te agachas, con cierto alivio, a trabajar en el siguiente. Pero cuando te levantas de nuevo... fuck!, la línea es el doble de extensa que antes. Sometimes I hate doing this, pienso ese día como muchos otros. Traté de no pensar, lo juro, pero lo hice y entré en una dimensión en la que caben 10 horas en un minuto. Y no sé por qué pero recordé Guadalajara y algunos cruces en los que registré un muerto, una historia, cuando era reportero de nota roja. “Tenemos un 69 (un fallecido en clave de los servicios de emergencia) en la intersección de Belisario Dominguez y Pablo Valdez”, se oía a los paramédicos en el radiocomunicador. Siempre recuerdo esa esquina sin motivo aparente. De ahí a las librerías de viejo del centro de la Ciudad de México que recorría con mi ex novia. Siempre doy esos saltos mentales cuando el trabajo me rebasa.

En esas estaba, cuando vi a Michael salir del baño. Me llamó con una discreta seña.

- Hey Hector, there is something for you inside. Have a fun - me dijo al oído y con el rostro adusto.

Entré al baño y miré hacia todos lados. Procuro no visitarlo porque es un lugar pestilente con el toilet y el sink llenos de sarro y grasa. Por la coladera sale el agua que debía irse cuando te lavas las manos. El piso está lleno de lodo. En la pared están pintados nombres de trabajadores que quisieron perpetuarse en la memoria histórica del car wash, y también hay un hoyo en forma de boca, similar al logotipo de los Rolling Stones. En una esquina hay un bote con botellas de plástico que alguien recicla y del otro lado están unos lockers inservibles.

Abrí una puerta. No supe bien cómo llegaron -soy distraído, les digo. Había un surtido de bebidas: cervezas Bud Light y Budweiser, y White Claw de varios sabores. No había tomado agua, no había tenido tiempo de llenar mi vaso en el despachador, y estaba sediento. Abrí primero un White Claw de mango y lo tomé sin pausas. Me seguí con una Bud Light que no me terminé porque Michael se asomó por la puerta para advertirme que el jefe estaba cerca. Be careful Hector, the boss is around.

Salí a limpiar varios carros y, unos veinte minutos después, regresé al baño a terminar lo que había dejado pendiente. A escondidas, claro está. Destapé otra cerveza y acabé con ella lo más rápido que pude para regresar al trabajo. De ahí en adelante el día se aceleró. Seguí aspirando y en el devaneo mental de siempre, pero todo fluyó más rápido. Comenzó a oscurecer, y pensé “esto se acabó”. En California, durante el otoño, oscurece a las 5 de la tarde, la hora en que cierra el car wash. Cuando el sol empieza a irse, miramos a Gintin hasta que él voltea y suelta en una mezcla de inglés y mal español un “Come on, let’s go… poner conos y so punch out”.

Tengo la certeza de que el día se terminó y con ella una sensación de victoria

Todo el tiempo, todos los días, imploro por que el tiempo corra a prisa, haga una pausa a las 5 pm y luego siga lento. Pero sucede exactamente a la inversa. No importa: el jueves se acabó. Me duelen los dedos, la espalda y los pies, pero tengo la certeza de que el día se terminó y con ella una sensación de victoria. Me trepé al carro, saqué el cellphone de la bolsa, vi la hora, busqué algo en Spotify y lo coloqué encima del tablero. Me enfilé a casa, go home, finally. Me incorporé al riachuelo de luces blancas y rojas del Freeway 10 mientras sonaba We Are Nowhere and It’s Now de Bright Eyes: “And like a ten minute dream / In the passenger seat / While the world was flying by / I haven't been gone very long / But it feels like a lifetime”. Sonrío levemente porque dicen la verdad: se siente como una vida.