Viernes, 26 de Abril 2024

Una vida entre la tradición e innovación en medicina

Por: Marimer Ayala

Una vida entre la tradición e innovación en medicina

Una vida entre la tradición e innovación en medicina

Gabriel Ayala y de Landero nació en Guadalajara, Jalisco el 26 de marzo de 1929. Fue hijo de Don Gabriel Ayala y de Landero y de Doña Luz de Landero y Weber. Creció en el corazón de nuestra ciudad a unos pasos del Mercado Corona. Dedicó su vida a la Universidad de Guadalajara y al Hospital Civil en donde admiró y honró el ejemplo de Fray Antonio Alcalde e introdujo la laparoscopia y la colposcopia. Se casó con Glafira Castellanos y procrearon cuatro hijas. Disfrutó la vida, el trabajo, los viajes, la comida, la bebida, el canto, la familia y los recuerdos. Su principal virtud fue la generosidad; su mayor defecto, la sinceridad. Falleció en su casa de Guadalajara el 28 de julio de 2018.

DÍA 1.

Este niñito feliz vio la luz en Guadalajara, el 26 de marzo de 1929 en su casa del centro de la ciudad. Tuvo la fortuna de que su abuelo, el ilustre Dr. Antonio Ayala Ríos fuera quien lo recibiera al nacer. La figura de este señorón lo marcaría para toda su vida. Viviría con ellos hasta su muerte, cuando el niño Gabo tenía 14 años.

Hasta sus últimos días se apoyó en el bastón que perteneciera a Don Antonio. Creció rodeado de arte, en particular de las pinturas de mujeres desnudas y retratos familiares hechas por su padre, homónimo suyo. También de libros de su abuelo, de su padre y de su madre; de historias y cuentos en el traspatio con las nanas y de comidas con sobremesas prolongadas, cantos del abuelo y charlas con las tías. Fue el primer varón después de dos hermanas, así que los mimos recibidos hicieron de él un hombre que siempre hizo su voluntad al grado de la necedad. Los juegos en la casa y en la calle eran cosa cotidiana sobre todo porque sus primeras letras las recibieron él y sus hermanas de parte de “la señi” en casa, dadas las circunstancias políticas del país en aquellos años y el cierre de los colegios religiosos. Va una de las anécdotas preferidas de mi papá:

-Tendría unos 4 o 5 años y lo llevaron al “jardín” frente a la Escuela Preparatoria de Jalisco y a su regreso, le cuenta a su mamá: “Dijeron en el jardín que qué niño tan bonito y tan listo era yo” y corrió avergonzado a meterse debajo de la cama... Desde entonces siempre le fascinó que le dijeran lo guapo que era y así se sentía él, muy bonito y muy listo...

Día 2. Gabrielito en su cochecito.

Desde muy temprana edad, Gabo se sintió atraído por seguir los pasos de su abuelo, el Dr. Antonio Ayala, quien, sin demeritar la figura de Don Gabriel, fue como un padre, pues vivía con ellos en la casa familiar de la calle Santa Mónica. El doctor Ayala iba temprano al Hospital de Belén y después regresaba a su domicilio en donde también tenía su consultorio, por lo que estaba presente el resto del día conviviendo con sus nietos. El abuelo tenía un sentido del humor muy particular y al saber que el nietecito pretendía seguir sus pasos, en una ocasión lo mandó con la bacinica de uno de sus pacientes para ser analizada y el niño, obediente pero abochornado, tuvo que llevar a cabo la proeza de pasearse por las calles del centro de la ciudad con el dorado líquido.

El abuelo también tuvo que coser o suturar en varias ocasiones las heridas que Gabriel se ganó a pulso con sus travesuras en la azotea y por el arroyo del acueducto (cerca de lo que hoy es la Autónoma) a donde subía seguido de sus hermanos corriendo mucho mientras que los de atrás (como dice la canción de la víbora de la mar) se quedaban detrás y se arrastraban temerosos por encima de los arcos. El trenecito en patines que él encabezaba subiendo y bajando por las dos escaleras, que llevaban a la azotea haciendo un ruido espantoso a quienes permanecían en el comedor de la casa en la calle de Santa Mónica, era otro de los juegos favoritos.

La compra de nieve callejera por algunos centavos y que les servían directamente sobre las palmas es una más de las increíbles historias que nos contó mi papá.

Día 3. Los Jesuitas.

En esta foto se ve a Gabo al término de la preparatoria en el Instituto de Ciencias. El certificado de la educación básica lo había extendido la escuela primaria no. 5 para niñas, pues la “señi”, quien fue la maestra a domicilio, fue lo que pudo conseguir. Quizá desde entonces mi papá estaría destinado a vivir rodeado de mujeres.

Mi padre recordaba el momento en el que le mostró a su abuelo Don Antonio Ayala la inscripción al bachillerato en áreas médicas y la felicidad con la que recibió la noticia. Desafortunadamente unos meses después falleció el ilustre médico, víctima de un cáncer de esófago a los 85 años.

Al terminar la preparatoria, Gabriel acababa de cumplir 16 años... y hubiera tenido 15 si es que su papá no se afana en retrasarlo un año, lo que provocó el enojo del adolescente que, como ya decía yo, se jactaba de ser muy listo. Este cambio hizo que mi papá conviviera con dos generaciones. Siempre se sintió orgulloso de haber aprendido tanto con los jesuitas y cada vez que tenía oportunidad, hacía gala de su excelente memoria. Algunas cosas que recuerdo como sus favoritas eran recitar partes del catecismo del padre Ripalda y así decía:

-“Decid niños, ¿cómo os llamáis? Aquí contestareis Pedro, Francisco, Juan, etcétera”.

Otra de las cosas que le gustaba nombrar eran las calles del Centro de la ciudad sobre todo cuando circulábamos por ahí:

-“De Norte a Sur: Hospital, Juan Álvarez, Manuel Acuña, Herrera y Cairo, Angulo, Garibaldi, Reforma, San Felipe, Juan Manuel, Independencia”, y luego seguía con las de Oriente a Poniente...

Durante un gran festejo del Instituto de Ciencias, al que asistieron varias generaciones, cuentan que el único que supo cantar el himno de cabo a rabo fue mi padre.

Día 4. La ventanita.

En esta foto vemos al ya adolescente Gabriel durante la construcción del Sanatorio Ayala. Este hospital se pensó como un hospital privado con varios socios que encabezaba Don Gabriel Ayala (el papá de Gabo) y funcionaría durante algunos años bajo el nombre del Doctor Antonio Ayala Ríos para honrar su memoria. Mi papá inclusive llegó a trabajar ahí como practicante. Algún tiempo después, fue vendido al Seguro Social y aún se le conoce como el Hospital Ayala.

En la época de la foto, mi padre era estudiante de medicina en la Universidad de Guadalajara, a la cual había ingresado en 1945 después de una exhaustiva preparación para el examen por parte del Dr. Miguel Quezada en su casa y que compartió con su amigo Rafael Reynaga.

Como pueden ver, guapo, guapo, pero con los dientes imperfectos. Esa característica fue motivo de lo que hoy llamamos carrilla y algunos de sus compañeros de la Facultad de Medicina decían de él: “Ahí viene Gabriel con su ventanita”. Creo que a él nunca le molestó eso aunque después le arreglarían la dentadura.

Otro motivo de guasa entre los amigos de la Facultad (Mario Paredes, Guillermo “el flaco” Hernández, David Trejo, Mario Rivas, Francisco Alfaro y otros más) era su segundo apellido por lo que le decían “Gabriel Ayala y de Landero, panadero” y una más era la de cantarle a ritmo de “el toreador” de la ópera Carmen las siguientes estrofas: “Soy Gabrielito y quiero trabajar... una camita para operar... yooooo que tengo tanta tradiciooooooón...”. Todas las hijas y hasta algunas sobrinas conocemos esta canción.

A la escuela de medicina se iba caminando, pues sólo eran 13 cuadras las que separaban su casa de ésta. A mi papá le gustaba mucho contar los pasos, las cuadras y los escalones. Sabía perfectamente cuántos de ellos tenía que bajar en su casa, cuántos pasos y cuadras para caminar hasta la escuela y cuántos escalones más para subir hasta las aulas de la hoy llamada escuela vieja. Muchas veces conté estos últimos a mi paso por ese edificio como alumna y después como maestra, pero confieso que no me acuerdo de cuántos son. En cambio mi papá lo recordaba perfectamente. Así era su memoria...

Día 5. La recepción.

Esta es la foto de la recepción como médico de mi papá en diciembre de 1951. En la foto original aparecen Marciano Velasco, Luis Figueroa, Raúl Navarro, Guillermo Hernández, David Trejo, Enrique Loza y Gabriel Ayala. Muchas anécdotas contaba mi papá acerca de su época de estudiante, de interno en el Hospital Civil y de pasante en la Cruz Verde. Platicaba que algunas veces estudiaban en el Parque de la Revolución cuando se iba la luz en las casas; que había un grupo de muchachos en el que él se incluía y que se auto nombraban “los pinacates” porque eran los amigos de Pina (Josefina Casillas), una de las tres mujeres de la generación y que además de estudiar juntos, en ocasiones le prestaba su coche. En aquella época casi nadie tenía automóvil y Pina era una de las afortunadas. La mayoría de las anécdotas que recuerdo eran vagancias. Quizá la más conocida es aquella en la que se encontraban varios de los amigos en una cantina cercana al hospital cuando llegó un agente de tránsito motorizado por ahí. Los muchachos agarraron la motocicleta mientras el agente estaba distraído y se la llevaron al Hospital. La versión más aceptada es en la que mi padre entró montado en la moto y se paseó por el repartidor del Hospital. Él siempre la negó, aduciendo que nunca supo manejar esos vehículos. Muchas travesuras les hicieron a las monjas que ni siquiera me atrevo a contar.

La generación de mi papá originalmente se llamaría “Roberto Mendiola”, sin embargo, el mismo día de la recepción, falleció un compañero por causa de una hepatitis contraída en el Hospital Civil. Por ese motivo, todos los miembros de la generación estuvieron de acuerdo en cambiarle el nombre del ilustre maestro Mendiola por la de Daniel Rosales. Debo decir que mi padre también se contagió de la misma hepatitis (al parecer B), pero afortunadamente, después de 40 días de cuidados, salvó la vida...

Día 6. París.

Aquí vemos al joven Gabriel lavando su ropa en el cuarto del Hotel d’Albe del barrio latino de París. Ahí vivió cerca de tres años.

Después de su recepción profesional, su padre le ofreció dos opciones: comprarle un automóvil Chevrolet sedaneta como el de su amigo Guillermo “el flaco” Hernández, o seguir los pasos de su abuelo yéndose a continuar su preparación médica a la Ciudad Luz. Mi padre, sin dudarlo, se decidió por lo segundo. A los 11 o 12 años, Gabo había empezado a aprender algo de francés a través de su abuelo quien, al haber pasado muchos años de su vida en Francia (cerca de ocho), deseaba transmitir a su nieto la cultura, la lengua y el amor por la patria de su adopción y a la cual volvería en múltiples ocasiones para comprar instrumental y continuar con lo que ahora llamamos educación continua.

El viaje a París fue largo. Mi papá y su amadísimo hermano Carlos, quien era estudiante de medicina, emprendieron la aventura juntos tomando un autobús hasta San Luis Potosí; de ahí tomaron el tren hacia el Norte. Carlos se despidió en Piedras Negras y Gabriel continuó solo hacía Laredo, Texas, para después seguir la travesía en un Greyhound durante tres días y medio hasta Nueva York. Ahí tomó el barco “Liberté” hacía Le Havre y finalmente a París.

En aquella ciudad, mi papá estaría bajo la tutela del Dr. Raoul Palmer en el Hospital Broca, cuna de la ginecología moderna, aprendiendo las novedosísimas técnicas de la laparoscopia, la colposcopia, el manejo de la infertilidad, además de los aspectos cotidianos de la vida parisina y sus encantos. Muchos otros maestros tendría mi padre el privilegio de conocer por allá así como compañeros y amigos entrañables. Quizá algunos amores juveniles de los que nunca nos habló pero que siempre intuimos. Lo que sí puedo asegurar es que sus años en aquella ciudad fueron de los mejores de su vida y lo marcarían por el resto de sus días. Prueba de esto es que nunca dejó de hablar francés, ni siquiera en su lecho de muerte...

Día 7. Breve recuento de la actividad profesional.



En esta foto vemos el retrato del joven especialista realizado por su padre.

A su regreso de París, el joven doctor Ayala de inmediato empieza a aplicar sus conocimientos en el Hospital Civil, en donde prestó sus servicios sin sueldo durante varios años, introduciendo la laparoscopia y la colposcopia en nuestra ciudad. Ambos aparatos los trajo desde París, aunque para el segundo su padre tuvo que ayudarle a hacer algunas adaptaciones y ponerle un pedestal al sistema óptico. Algunos de sus contemporáneos hacían burla de las técnicas, pues decían que “Ayala quiere hacer todo a través de un agujerito”. ¿Qué dirían ahora aquellos incrédulos al ver que casi todas las cirugías se pueden realizar mediante estos instrumentos? En el caso de la laparoscopia, la utilidad se limitaba entonces a hacer estudios diagnósticos y si acaso destapar las trompas de Falopio con la inyección de un colorante. Las primeras colposcopias hechas en Guadalajara también las realizó mi padre y no fue sino hasta varias décadas después cuando se le dio el valor justo tanto a los estudios como a nuestro personaje. Tengo que decir que después de estar en ginecología en el Hospital de Belén junto con su práctica privada, algunos de sus colegas se encargarían de echarlo y mantenerlo fuera de ahí durante un buen tiempo mediante chanchullos y trampas. Esto le permitió hacerse de una buena clientela en su consultorio, pues estaba disponible todo el día. Años después logró volver, pero esta vez al servicio de Oncología en donde estableció el área de detección de cáncer cervicouterino para seguir haciendo sus colposcopias y biopsias excisionales del cuello uterino. Cabe decir que los estudios histopatológicos de estas muestras las realizaba el maestro Mendiola, futuro rector de nuestra Universidad. Al mismo tiempo, el Dr. Ayala fue profesor en la Facultad de Medicina, actividad que disfrutaba sobremanera y de la que fui testigo al ser su alumna en segundo semestre. Puedo decir con toda honestidad y claridad que fue uno de los mejores maestros que tuve en la facultad; sus cátedras amenas y claras, llenas de anécdotas e historias que hacían más fácil comprender y retener el conocimiento.

No fue sino hasta 1993 cuando después de muchas dificultades de orden político, entra finalmente y de manera formal al Servicio de Ginecología en donde prestó sus servicios hasta los 81 años. Contrario a algunos de sus colegas, tengo que decirlo así, mi padre siempre dio consulta de manera paciente y entregada y no sólo iba a cumplir con un horario o a tomar café. Algo curioso es que en el Hospital, quienes lo rodeaban siempre vieron el lado caritativo, amable y tranquilo de mi padre, más nunca o rara vez conocieron el carácter furioso que en ocasiones afloraba en lo privado. Mucho tendría yo que relatar de los aspectos médicos, pero me quedo con el cariño y admiración que alumnos y pacientes siempre le manifestaron, inclusive los que yo recibí para él después de su muerte...

Día 8. Un tapatío muy francés.

Esta es una de nuestras fotos favoritas.

Una sola gota de sangre francesa no tuvo mi padre, pero su espíritu siempre guardó un lado galo. Desde niño escuchó a su padre y abuelo hablar y cantar en francés, historias de los años que ambos pasaron por tierras francesas (uno en el ámbito médico y el otro en el artístico); de su abuelo aprendió las primeras palabras en aquella lengua y después su estancia en París, las amistades y lazos que conservó toda su vida, dejaron esa marca indeleble en su corazón.

Al regresar luego de su formación como ginecólogo, siguió manteniendo contacto con sus maestros y condiscípulos y después regresaría en incontables ocasiones sólo o acompañado por mi mamá y por sus hijas. Esta posibilidad de viajar cuantas veces quisiera a la Ciudad Luz no era precisamente porque le sobrara el dinero para los boletos de avión o la estancia allá, sino porque en los años 70 fue nombrado médico corresponsal de la compañía Air France que volaba de Guadalajara a París con escala en Nueva York y que, a cambio de sus servicios, le ofrecía la posibilidad de tomar en el momento que lo deseara un vuelo para visitar a sus amigos porque eso es a lo que realmente le gustaba ir. Este privilegio lo tuvo hasta que Air France dejó de tener sede en nuestra ciudad. En París era recibido con o sin familia en el “Hotel Particulier” del distrito XVII, perteneciente al Dr. Palmer, quien fuera su maestro y con quien guardaría una amistad entrañable toda la vida.

Otra de sus actividades honorarias fue en la Alianza Francesa, de la que primero fue secretario en los muchos años que Don Juan Palomar ocupó la presidencia y que a la muerte de éste, remplazara mi padre. Durante esta época fue que se construyó el nuevo edificio de la Alianza en la calle de López Cotilla. El presidente Giscard d’Estaing acudió en esa época a nuestro país y mi papá le fue presentado por el embajador de entonces. Había una deuda del gobierno francés que cubriría parte de la construcción y mi padre, rompiendo todo el protocolo, se dirigió directamente al mandatario para hacérselo saber. Esto provocó una ruptura con el embajador que fue “regañado” por Giscard, pero que felizmente derivó en el saldo de la deuda.

Durante muchos años, el Dr. Ayala luchó para que estudiantes mexicanos y sobre todo tapatíos tuvieran acceso a becas del gobierno francés. Mi papá siempre tuvo la idea de acabar con el centralismo en este tipo de privilegios y lo logró en gran medida. Organizó en el tiempo en que ocupó la presidencia de la Asociación Médica de Jalisco un gran congreso al que acudió una cantidad nunca antes vista de profesores franceses gracias a sus gestiones con laboratorios e instituciones educativas.

Mi padre recibiría también la distinción de la Orden de las Palmas Académicas con grado de caballero por su valiosa participación en la educación y cultura entre México y Francia. Un listón color lavanda en la solapa de sus sacos era el símbolo de esta condecoración. El día de su muerte lo vestimos con uno de estos trajes. Por cierto, era francés...

Día 9. Vida familiar.

Muy pronto, después de su regreso de Europa, se conocieron formalmente mis padres en la boda de Mario Rivas y Virginia Barba. Cuentan que el joven traía un abrigo muy elegante y vestía a la moda europea por lo que de inmediato causó un impacto en la Güera Castellanos, quien animada por su hermana Maria de la O, accedió a bailar con el doctorcito. Después de eso, dos años de noviazgo -que no fue tal según mi mamá, pues nunca le pidió mi papá que fuera su novia-, matrimonio que duró 61 años y cuatro hijas. La última, yo...

Mi papá siempre estuvo muy presente y su energía era imposible de ser ignorada. En donde se encontrara, su figura dominaba la escena. Ya fuera con anécdotas, con cantos y hasta con gritos, era el centro de la atención. Cuidó la línea durante toda su vida, es más, ya cuando su movilidad era precaria, escogía qué alimentos consumir para no subir de peso. Se jactaba de que podía usar la misma talla de ropa de hacía 50 años.

Como padre su rutina era la siguiente: moler y preparar el café, llevárnoslo a la cama a mujer e hijas; despertarnos a la hora previamente acordada (la noche previa preguntaba: ¿a qué horrrra? -Pronunciando la R como en francés-), llevarnos a la escuela y ya que teníamos edad para ello, hacerlo con una de nosotras al volante para que nos enseñáramos a manejar. Nunca faltaba a comer a mediodía y siempre lo esperábamos para empezar. Siesta y vuelta al consultorio. En la noche, no importaba la hora, nos daba a cada una un beso de buenas noches. Dice mi mamá que va a extrañar sus besos de buenos días y de buenas noches entre otras cosas.

A mi papá le gustaba mucho viajar, dentro y fuera del país. Hicimos algunos recorridos maratónicos en automóvil por todo México, con tramos larguísimos en los que no accedía a detenerse. Tan era así, que a mí que era la menor, me traían una bacinica para hacer pipí en el coche y vaciarla con el vehículo en movimiento y así, no perder ni un minuto. Ya he dicho que él no era para nada religioso, sino todo lo contrario, pero alentaba a mi mamá a que pronunciara sus oraciones durante los paseos diciéndole: “Anda güera, ya reza la de San Rafael Bendito, guía de los caminantes”. Le daba mucha risa que esta estrofa terminara diciendo así (o por lo menos así la reza mi mamá): “Que las penas que tenga, me las vuelvas gozo”. Decía que no era posible que algo doloroso se convirtiera en gozoso.

También le gustaba mucho cantar y lo hacía bastante mal, pero su autoestima era tal que creía haber heredado la voz de su padre y compartido la de su hermano Antonio, ambos tenores. Al calor de las copas en las reuniones, no faltaba nunca el que entonara canciones de todo tipo, incluso revolucionarias como aquella de “La joven guardia”:

“Somos los hijos de Lenin,
y a vuestro régimen feroz
el comunismo ha de abatir
con el martillo y con la hoz”.

También emulaba los gritos que escuchó en su juventud en Francia con los que anunciaban la venta del periódico L’Humanité:  Demandez L’Humanitéeeeeeee! Eisenhower assassiiiiiiiin!

A mi mamá le gritaba ¡Gláfira!, así con acento y también le silbaba de una manera muy particular y la güera le respondía igual.

¡Ah cómo disfrutaba la comida! Sobre todo la preparada en casa por mi mamá y por la fiel Carmen a quien quisimos todos tanto...decía que en ningún restaurante se comía mejor. La bebida también, cómo no, sobre todo el whiskey, el champagne y el tinto...

Además de la familia que formó junto a mi mamá, su familia original (abuelo, padres y hermanos) siempre fueron su prioridad. También veneraba a sus ancestros y festejaba sus aniversarios de nacimiento, de bodas y hasta los luctuosos.

Tristemente, tengo que finalizar este novenario dejando miles y miles de recuerdos que mi padre, Gabriel Ayala y de Landero (hijo) nos dejó al partir de este mundo rodeado de sus más amados. Mi mamá (Glafira Castellanos), sus hijas (María de la Luz, Ana Glafira, Laura Elena, María de la Merced Sofía) y sus dos hermanas vivas (Marta y Margarita), nietos, bisnietos y seguramente en su corazón tantos y tantos afectos familiares o no, que conoció en su tránsito por la vida terrenal. Por último quisiera cerrar con una frase que le encantaba decir para describirse a sí mismo: “Soy por igual infierno y gloria”. Y así, justamente fue, como la vida misma...

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