Viernes, 19 de Abril 2024

Bendito seas Señor

“Pronto verán al Hijo del Hombre, sentado a la derecha de Dios”

Por: El Informador

Es muy curioso descubrir en la vida de la Iglesia, cómo una planta llega a darle el nombre a toda una celebración litúrgica: Domingo de Ramos. ESPECIAL

Es muy curioso descubrir en la vida de la Iglesia, cómo una planta llega a darle el nombre a toda una celebración litúrgica: Domingo de Ramos. ESPECIAL

PRIMERA LECTURA: Is. 50, 4-7. “No aparté mi rostro de los insultos, y sé que no quedaré avergonzado”.

EVANGELIO: Mt. 26, 14-27. 66. “Pronto verán al Hijo del Hombre, sentado a la derecha de Dios”.

SEGUNDA LECTURA: Flp. 2, 6-11. “Cristo se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó”.

Es muy curioso descubrir en la vida de la Iglesia, cómo una planta llega a darle el nombre a toda una celebración litúrgica: Domingo de Ramos. ¿A qué ramos nos referimos? Fueron aquellos que la gente de Jerusalén, llena de júbilo, arrancó cuando Jesús entraba a la ciudad santa, como un modo de hacer notar su gozo. Agitaban aquellos ramos y cantaban Bienvenido en nombre del Señor; además, extendían sus propias ropas sobre el piso, para que Cristo, montado en humilde cabalgadura, pasara por encima de ellos.

Es el domingo de la entrada festiva a Jerusalén, domingo en que el pueblo de Dios reconoce a su rey, aunque solo por un momento. Domingo en el que nosotros también somos invitados a reconocer a Cristo como rey de nuestras vidas, aclamarlo con gozo, sobre todo, a ponernos a su disposición. Ese gesto de visible humildad, el de tender los propios vestidos para que el rey pase por encima de ellos, es una manera de expresar la disposición total ante sus órdenes: ¡haz como quieras con nosotros! Ese gran entusiasmo expresado por el pueblo en realidad fue pasajero, o por lo menos fue ineficaz. Que no pase eso entre nosotros. Que nuestro júbilo ante Cristo no se quede simplemente en ese aspecto exterior, sino que seamos en verdad, con nuestra inteligencia y voluntad, esa gente dispuesta con la que Cristo pueda contar.

Ante esta entrada triunfal de Jesús a Jerusalén me surge una pregunta. ¿Por qué tenía que hacerlo? Es evidente que ahí le esperaban todos los peligros, todo lo malo que le podía suceder y que de hecho ocurrió, le estaba aguardando ahí. ¿Qué tenía que ir a buscar ahí? Obvio que Jerusalén es la ciudad del rey, de David, del Mesías. No cabe entonces la imagen de un Mesías que huye de Jerusalén, que se queda cómodamente fuera del peligro. Era necesario entonces enfrentar a “sus enemigos”, al pecado, a la misma muerte, para que con su resurrección manifestara a toda la humanidad el poder de su Gloria.

Esta semana que iniciamos con esta celebración de Domingo de Ramos, sin duda, será una semana particularmente especial para cada uno de nosotros. Las celebraciones litúrgicas, a las que estamos tradicionalmente acostumbrados a vivir, no podrán realizarse con la asistencia del pueblo. La mayoría de fieles, tendremos que vivirlas a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Pero eso nos debe llevar a situarnos junto con Jesús en ese momento preciso de su entrada a Jerusalén. Caminemos junto con Él, hagamos frente a nuestra adversidad, a nuestras debilidades y pecados, a nuestras flaquezas y omisiones, como Él lo hizo ante sus adversarios, caminemos decididos a encontrarnos con la Cruz, que signifique para nosotros ese árbol de vida nueva, esa entrega, esa manifestación de amor, sobre todo, de abrirle nuestros brazos a la voluntad de Dios y asirnos de Él en la esperanza de su salvación. Vivamos en familia los misterios que son causa de nuestra fe.

Hosanna al Hijo de David

La muchedumbre salió a recibirlo. Niños y adultos, jóvenes y ancianos, todos con palmas y ramas de árboles en las manos, todos con el signo de la alegría y voces de júbilo, participaron en la triunfal recepción a su rey. Jesús era descendiente de estirpe real: era de la casa de David; había nacido en Belén, el pueblo de aquel pastor David- que, ungido por el profeta Samuel durante cuarenta años fue rey de Israel.

Isaías lo había anunciado: “Vendrá un rey; sobre sus hombros llevará el principado del mundo; será el Padre del siglo futuro (de los siglos futuros) y el principe de la paz.

También Daniel profetizó: “Le han sido dados el señorío, la gloria y el imperio; le servirán todos los pueblos”.

El pueblo de Israel esperaba un rey, y una secreta misteriosa voluntad común llevó a ese pueblo a reconocer en Jesús el rey esperado; a aclamarlo; a tender sus mantos a su paso; a blandir palmas, y a gritar con una alegría salida desde el fondo del corazón: “¡Hosanna al Hijo de David!”, “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”.

Esto sucedió para que se cumplieran las palabras del profeta Zacarías: “Díganle a los hijos de Sión: ‘He aquí que tu rey viene a ti, apacible, montado en un borrico’”. Los poderosos de Israel esperaban al rey, el Mesías, pero no apacible ni montado en un borrico. Ellos querían un rey distinto a éste, que aplastara a sus enemigos; rey de ejércitos invencibles, que ensanchara las fronteras y llevara la abundancia de las riquezas de los pueblos vecinos, vencidos, caídos bajo el poder de su brazo. La multitud lo aclamaba. Millares eran peregrinos, allí entonces por las fiestas de la Pascua, conmovidos, agradecidos porque habían sido testigos de sus milagros y tal vez muchos favorecidos por su generosa mano. Los escribas, los doctores de la ley, los fariseos, los guardianes del templo, indignados querían suspender esa espontánea manifestación de alegría, de triunfo.

José Rosario Ramírez M.

No tomarás el nombre Dios en vano

La pandemia amenaza todas las estructuras de nuestras sociedades. Es normal que en este tipo de situaciones surjan actitudes diferentes. Encomiables, las de quienes buscan fortalecer los lazos de comunión entre todos los seres humanos, así como recuperar valores de compasión, solidaridad y respeto a la dignidad de la vida. Estas personas transparentan, independientemente de su filiación religiosa (o falta de), lo que san Pablo llamó “frutos del Espíritu Santo” (Gal 5, 22): amor, alegría, paz; magnanimidad, amabilidad, bondad; fidelidad, suavidad, domino de sí.

Hay, sin embargo, otras actitudes reprobables que podríamos catalogar bajo los siete pecados capitales. El común denominador de todas es el egoísmo bajo sus diversos disfraces: ese “yo” tirano que exige como ídolo que se le sacrifique todo y a todos. Poca referencia al prójimo, especialmente a los más vulnerables. 

Un tesoro de nuestro pueblo sencillo es su fe en Dios. Un atentado contra esa fortaleza fundamental es un delito de lesa humanidad. Eso es precisamente lo que están haciendo los “profetas del castigo divino”. Con dolor e indignación he recibido mensajes y videos que atribuyen la pandemia al castigo de la ira divina por los pecados del mundo. Se atreven inclusive a designar colectivos “culpables” de que padezcamos este castigo de Dios. Tal actitud es una blasfemia contra el Dios revelado en Cristo. Me viene a la mente la respuesta que San Vicente de Paul dio a alguien que atribuyó la muerte de niños expósitos abandonados al frío del invierno parisino al pecado de sus madres, como castigo divino. El santo respondió con una mezcla de tristeza e indignación: “Cuando Dios necesita que alguien cargue con las consecuencias del pecado del mundo, manda a su Hijo”.Dios no ha mandado este terrible sufrimiento para nuestro escarmiento. Dios tampoco “permite” este dolor.

Dios lo sufre con nosotros. Nos acompaña con su presencia amorosa ayudándonos a ser buena noticia unos para otros. Los cristianos sabemos que las lágrimas de Dios sanan y dan vida. De entrada, nos cambian el corazón de piedra por un corazón de carne que nos permite reconocernos como hermanos y hermanas necesitados unos de otros.

Alexander Zatyrka, SJ - ITESO

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