En boca del presidente, “periodo neoliberal” apunta a un mito, como la fantaseada edad media, con magos, encantamientos, dragones, damas asediadas y caballeros con el honor por delante buscando bronca. Validos de la imaginación podemos inscribir el tal periodo que todos los días narra el rapsoda de Palacio (Nacional), en escenarios reales de los años ochenta del siglo pasado en adelante, e incluir personajes de carne y hueso, para que la mitología que pretende fundar alcance la calidad de cosa inteligible, actuante, y deje la sensación de que al parecer sí sucedió: lo malo que hoy nos aqueja, objetivo, sufrible, luego de más de tres años del actual gobierno, se gestó en esa era de leyenda, a pesar de que en 2019 la dio por cercenada. Recientes y fulgurantes declaraciones del Caballero de la Transformación indican que contra los agentes del mal que el nefasto periodo dejó sembrados por todo el territorio, y para casi todos los efectos, no han podido ni la actual investidura presidencial (equivalente, en la armería de López Obrador, a la piel del león de Nemea que vestía Hércules), ni la calidad moral que el mandatario insinúa mana de él (seguro Merlín le preparó un ungüento mágico que lo lleva a irradiar moralidad como un sol inextinguible de bondad).Tal vez “las mañaneras” no alcanzan para que el presidente instaure sus mitos a plenitud, podríamos contribuir un poco. Por ejemplo: Hace diez y seis generaciones un ejército invasor, que bajó de casas flotantes, arrasó a mandobles, arcabuzazos, galopes de caballo y cañonazos, el paraíso que nuestros antepasados crearon en concierto con la Naturaleza y sus creaturas. El mundo perfecto que los moradores de Mesoamérica armaron con diligencia y amor a los corazones y a los dioses del prójimo, quedó en ruinas. Los conquistadores trajeron con ellos hechicería que doblegó a los nosotros de entonces. Comenzó una era de oscuridad. Impusieron su lengua, sus ritos, sus artes para arrancar a la Madre Tierra los frutos que antes ella entregaba de buena gana y el cosmos fue reconfigurado: implantaron por la fuerza creencias exóticas, como esa de que hay un Dios único y verdadero, con un hijo que mil años antes se hizo terreno para enseñar a la humanidad como comportarse; los mansos antepasados tuvieron que acomodar en un rincón a sus edénicas deidades: Quetzalcóatl, Huitzilopochtli, Tezcatlipoca, Tláloc, Coatlicue, junto a una multitud de deidades menores que contribuyeron a delinear el mundo que los bárbaros ultramarinos destruyeron. Doce, trece generaciones de oscuridad, esclavitud y olvido.Hasta que un grupo de los nuevos aborígenes del reino, conocidos como criollos, se hartaron; conocían la historia previa a la ocupación de los espurios que lo modificó todo, y pensaron que era bueno recomenzar. Sí, de cara al pasado perdido, cargados de sueños nuevos y sin renegar de Dios, ni de su corte la Iglesia, los demiurgos de los criollos incorporaron doctrinas frescas, no metafísicas, cívicas: libertad, felicidad para todos e igualdad. Sus hechos de armas y sus convicciones lograron que la gente los instalara en la categoría de Héroes Dadores de Patria, al menos de una que luego de su gesta que mereció epopeyas quedó en cenizas. Nada del paraíso que los conquistadores arrasaron tres siglos antes se distinguía, y poco de lo que la en la edad oscura floreció transitó hacia la transformación de la emancipación, salvo edificaciones, ritos y pobreza. Eso fue germen de buena parte de la identidad nacional, pero también de uno de los rasgos indelebles que nos adornan: cada que aquellos que nos regalaron una nación, y sus sucesores, llegaban a acuerdos, al pasar de los meses se volvían desencuentros, batallas intestinas y cenizas. La oscuridad no se retrajo, sólo ganó algunos claros, ennegrecidos por otros conquistadores foráneos a los que se les antojó venir a desfacer entuertos, ya no en casas flotantes, en barcos y a pie.De este modo pasaron más generaciones, tres, cuatro; la libertad, la igualdad y la felicidad se volvieron letanías de un credo insustancial; de los demiurgos originales no quedaron sino remedos y brotaron nigromantes que anunciaban -de esto se sabe poco- a un salvador que reconstituiría el edén olvidado. Pero antes, entre humo de copal y feroces caballeros de los caminos, que bandidos eran, advirtieron que sería necesario derruir todo, para reiniciar.Y así fue: jinetes armados, con el escudo de las convicciones sociales y creyentes en el poder purificador de la Bola, primero juntos y luego unos contra otros, asolaron por doquier; a cambio de la devastación, dejaron para las generaciones futuras un libro encantado nombrado Constitución, y también un conjunto de características que serían imprescindibles para que el anunciado redentor se apersonara, pasada una centuria, para obrar sus portentos. Características como: no hacer, sino acomodarse donde hay, y desde ahí: un, dos, tres por mí y por todos mis amigos; vivir del presupuesto; fingir que la realidad se domestica con discursos y, ante todo, no dejar de citar los desvaídos conjuros del libro encantado.Pero faltaba lo peor: el advenimiento del periodo neoliberal, alambique en el que se destilaron las taras acumuladas desde que perdimos el intuido vergel. Lo que los conquistadores y los sucesivos malvados, nacionales y extranjeros, hicieron, fue poco comparado con lo que los neoliberales infligieron a México. Ahora el Caballero de la Transformación parece desfallecer; él, que debía mirar al porvenir, no hace sino recordarnos que el periodo neoliberal fue tan potente que no ha podido cancelar sus nefandos efectos y no sabe, o no quiere enterarse, de que él mismo es uno de ellos. Sin héroes ni heroínas legendarias, a la patria áspera y opaca no le alcanza ni para tener un juglar talentoso en Palacio, los mitos que inventa no le vienen bien a la vida ni a la historia, salvo a las suyas, que son para él, el ajeno en su Palacio.agustino20@gmail.com