Viernes, 26 de Abril 2024

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La duquesa de Aveiro

Por: María Palomar

La duquesa de Aveiro

La duquesa de Aveiro

Para un lector mexicano, lo más probable es que si le suena este nombre sea porque remite a un largo poema de Sor Juana: una composición en forma de romance y que comienza precisamente con “Grande duquesa de Aveiro...” Ahí le informa a la noble portuguesa que ha sabido de sus prendas y virtudes a través de “la siempre divina Lisi”, su amiga la virreina condesa de Paredes (María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, casada con el virrey marqués de la Laguna), su protectora y mecenas que en 1689 hizo publicar en Madrid la Inundación castálida (donde aparece ese poema).

Todo esto viene al caso porque por estos días la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid anunció que acaba de incorporar a su colección un retrato de la duquesa de Aveiro. Es un lienzo pequeño que ha sido restaurado tras comprarlo a los herederos del poeta José María Álvarez Blázquez, quien en los años cuarenta lo adquirió de un anticuario. Es un cuadro de magnífica factura, de principios del siglo XVIII y posiblemente del pincel de Carreño de Miranda. Hay dos retratos más de la duquesa, uno muy parecido en el Museo del Prado y otro, de cuando era más joven, en el convento de Guadalupe en Extremadura, donde está enterrada.

No se ha prestado a este personaje toda la atención que merece. María de Guadalupe de Lencastre y Cárdenas Manrique, duquesa de Aveiro y duquesa consorte de Arcos, nació en Azeitão, Portugal, en 1630, y murió en Madrid el 7 de febrero de 1715. Fue una de las personas más cultas de su época: dominaba varias lenguas y su biblioteca fue famosa (se conserva el inventario con 4 347 entradas de obras de todo género). Era además gran y munificente protectora de las misiones jesuitas en América y Asia, y mantuvo correspondencia con el jesuita Kino, apóstol del norte de México. Cuando murió, la duquesa estaba redactando una gramática del chino para formar a los misioneros de Oriente.

Desde su llegada a México en 1680, cuando se hace amiga de Sor Juana, la condesa de Paredes le hablaba de su ilustre prima la duquesa, y el poema debe haber sido escrito por entonces. El interés del romance a la duquesa de Aveiro, pieza típica de los poemas barrocos cortesanos y de encargo, no sólo reside en el elogio de una intelectual connotada (“gran Minerva de Lisboa”, “clara Sibila española”, “cifra de las nueve Musas”) y su generosidad (“...los padres/ misioneros, que pregonan/ vuestras cristianas piedades”), sino también en que Sor Juana lo aprovecha para darle un llegue al machismo (“claro honor de las mujeres,/ de los hombres docto ultraje,/ que probáis que no es el sexo/ de la inteligencia parte”) y, sobre todo, para cantar las alabanzas de su tierra natal, “la América abundante”, con una vehemencia patriótica criolla que sólo volverá a hallarse cien años después en Clavigero y sus compañeros. En lo que se excede Sor Juana es en admirar la belleza de la de Aveiro (“Venus del mar lusitano”), porque en los retratos se ve que era horrorosa.

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