Una vez leí que la repetición modela nuestra identidad. Todas esas pequeñas acciones, tareas, tics, gestos y hábitos reiterados configuran nuestra personalidad única. Si a diario sigues los resultados del fútbol, trazas un plano en un despacho, hablas frente a un salón de clases o riegas una planta, todo eso, por acumulación, configura tu identidad. No es distinto para una ciudad como Guadalajara. La ciudad la hacen esos millones de personas que a diario cumplen su pequeña misión como la nota de una partitura que en conjunto crea el gran concierto diario de la urbe.Una de ellas es Guadalupe Rayas. La conocí en su fonda Doña Lupita del mercado de Santa Tere, en donde ha trabajado desde hace 40 años. La entrevisté en el mismo espacio en donde se han sentado políticos, alcaldes, deportistas y celebridades: un set de televisión. Hubiera sido distinto sólo acudir con cámaras a su fonda, hacer algunas tomas y entrevistarla con cierta indulgencia folclorista sobre su variada gastronomía (como ocurre a menudo en la tele). Por el contrario, en esta ocasión, el lenguaje escénico -una mesa con dos sillas ejecutivas a cada lado y una charla de frente- mandaba un mensaje claro: también importa lo que Guadalupe Rayas tiene para contarnos. Me contó que cocina más de 20 platillos en un día: chilaquiles, frijoles, huevo con chile, espinazo con verdolagas, chamorro con nopales, adobo dulce, carne en chile morita, chicharrón en salsa verde, lomo fingido, caldo de res, chiles rellenos y en nogada (en temporada prepara 90 al día), albóndigas, milanesas, tortas de carne y papa… A mediodía, como en una especie de cenit culinario, se juntan los platillos del desayuno con la comida en un lujurioso espectáculo de sueños húmedos en todas las salsas mexicanas y tortillas recién torteadas. Todo lo hace en ocho parrillas, cuatro metros cuadrados y diez empleados entre los que están su hija Jessie, una chef profesional, Gaby y otras más. Me contó que el encargado de capear es un hombre, pero atienden a los clientes sólo mujeres porque los varones se sienten más cómodos pidiéndole a una mujer que les sirva de comer. Me contó de la buena vecindad entre las fondas. Cuando a alguien se le acaba, por ejemplo, el arroz, su vecino le vende lo necesario y viceversa. Ese gesto diminuto es un milagro y un acto de resistencia contra los designios del capital que impone lucro y rivalidad. Su crítica al programa de Master Chef me pareció digna de un antropólogo: “Lo ponen a uno bien nervioso y lo hacen llorar. Y la comida la tienes que disfrutar haciéndola, no estar tenso, o que te estén regañando porque si no se amarga”. Me contó que nunca iría a ese programa y que al poner la sal dibuja una cruz con la mano para persignar la comida. Sobre el barrio de Santa Tere me dijo que siempre ha sido caro porque allí se surten muchas familias del Poniente de la ciudad y en donde nota un cambio es en la cantidad de edificios verticales y el aumento de las rentas. Guadalupe me contó que cocina de las cinco de la mañana a las cuatro de la tarde y apenas hace tres meses comenzó a descansar los jueves. Hubo una última lección que ya no salió a cuadro. Cuando terminó la entrevista, Guadalupe se regresó y le estiró la mano al microfonista para darle las gracias. No recuerdo ese gesto de un invitado en el programa hace mucho tiempo. Esa mañana regresó a su cocina. Cuando la vi salir del estudio pensé que esos son los tapatíos y tapatías que construyen y salvan esta ciudad todos los días. Y ni siquiera lo saben.jonathan.lomelí@informador.com.mx