Cotidianamente, de una forma u otra, desde los medios de comunicación y en ciertos espacios de las redes sociales, hacemos recuentos intensivos de lo que no tenemos, como sociedad. No tenemos seguridad pública, mucho menos ciudadana. No tenemos una economía estable que incorpore a todas, a todos para que obtengan lo necesario para subsistir, ni hablar de ahorrar. No tenemos un sistema de justicia confiable. No tenemos acceso a satisfacer medianamente el derecho a la salud, a la educación. No tenemos una clase política que ponga por delante el interés común, o que entre sus prioridades esté el respeto a las leyes. No tenemos una masa de gente suficientemente densa que participe en los asuntos colectivos, que sea crítica más allá de sopesar la personalidad de los gobernantes y que alce la voz para exigir. No tenemos calles, parques, plazas, banquetas, calles, transporte público o mercados adecuados y propicios para tejer comunidades. No tenemos confianza en quienes gobiernan, tampoco en los vecinos. No tenemos certeza respecto al futuro cercano. No tenemos tiempo. Sí, lo anterior es una generalización basta, hay quienes sí tienen todo eso, o sea: no tenemos igualdad.La columna de lo aún por hacer es larga, y si nos concentramos en ella parece obstáculo insalvable, suficiente para concluir: lo que tenemos es un país dado a acumular deudas sociales. Quizá conviene, por un rato, dejar de asomarnos al abismo y considerar que, aunque la lista de lo que falta es extensa, no es lo único, se inscribe en un todo en el que hay una columna dilatada con bienes; sólo que antes de enumerarlos es pertinente intentar mirarnos a la luz de un dato al que podemos acceder si nos preguntamos, cada cual: ¿vivimos mejor que nuestras madres y padres? La respuesta arrojará un indicador más bien subjetivo, pero qué importa, al cabo es nuestra vida. Ese sesgo subjetivo que la respuesta de cada quien tendrá se nutre de información personalizada, de creencias y supuestos que almacenamos; habrá quien al contestar añore, asido a la cadena de crisis económicas que comenzamos a eslabonar en 1976, los años en que el producto interno bruto (PIB) del país crecía consistente, el dólar no era costoso, y desde ahí afirme que aquello, entonces, sí era bienestar, o habrá quien recurra a la mitología oficial del priismo (y de los agentes sociales y económicos que lo acompañaban) y rememore el “milagro mexicano” y la nomás declarada “paz social”. Por supuesto, hay fenómenos nuevos para poner en el balance, el crimen organizado que cogobierna en regiones extensas, la comparación directa que hoy podemos hacer con la calidad de vida en otras naciones, el modelo distinto de consumidores que somos, con la pila de satisfactores novedosos que cualquier puede/debe incorporar para cumplimentar la noción “vivir bien”. Sí, ante la cuestión ¿vivimos mejor que nuestros padres?, solemos, de primer impulso, pensar en aspectos económicos.El jueves anterior el doctor en economía y uno de los especialistas internacionales más importantes en bienestar subjetivo y felicidad, Mariano Rojas, sostuvo una conversación con las alumnas del diplomado que sobre esos temas imparte Jalisco Cómo Vamos asociado con el Colegio de Jalisco. Comentó Rojas que (no lo citamos, son las reflexiones que suscitó) en efecto, propendemos a mirarnos a través de lo que los indicadores económicos revelan sobre nuestra vida, con lo que, de entrada, nos quedamos, nos dejan, en condición de meros consumidores, y hacemos a un lado lo otro, la categoría que al final da sentido a la economía y al resto de materias: la de personas. En el caso de Latinoamérica la mirada que privilegia al juego económico obra en nuestra contra nos lleva a desestimar las riquezas que sí tenemos y con las que vivimos y convivimos; Mariano refirió la “riqueza relacional”, la calidad humana con la que solemos entrar en contacto con quienes nos rodean, riqueza con la que perseguimos y nos aproximamos al fin último de los individuos de nuestra especie: la felicidad. No hay pensamiento o actividad que emprendamos que no tenga por meta ser felices. Frecuentemente lo olvidamos, porque la economía decrece, por la productividad, por el tipo de cambio.Los indicadores económicos, los de la inseguridad, cualquiera de las mediciones a las que apelamos para saber cómo vamos, no son sino puntos intermedios, pasos que, digámoslo sin cesar, deben apuntar a la felicidad, no a sí mismos. Felicidad que, de acuerdo con los estudios de Jalisco Cómo Vamos es alta en la metrópoli Guadalajara; pero cuidado no implica que hayamos llegado a la meta, más bien entraña la cantidad de una de las riquezas que sí tenemos para hacernos cargo de lo que aún falta por hacer, por igualar, y urgir a los responsables para que hagan lo que les corresponde para que los servicios, la seguridad, la justicia y el acceso a derechos no sean barrera para la vida plena de nadie.Riqueza relacional, felicidad… lo que sí tenemos, y lo que se desprende de ellas: cultura, trabajo, solidaridad, impulso para emprender, para crear, voluntad para ser resilientes y para periódicamente creer que la democracia es el mecanismo para hacernos de buenos gobiernos. Aunque, así como sólo mirar aquello que no tenemos puede ser dañino, también lo es quedarnos deslumbrados por lo bueno. Al final, como afirma Mariano Rojas, se trata de la vivencia del bienestar, que no es el mundo idílico en el que nada falla, sino aquel en el que las emociones, ser felices, el dolor, los estados de ánimo (positivos y negativos) y la valoración de la vida que cada cual haga -con la condición de que sea tomada en cuenta por quienes rigen a la sociedad- son el ser y el estar diario; sin esto, el PIB o la inversión extranjera o las reservas en el Banco de México seguirán siendo oquedades para la mayoría, exquisiteces para beneplácito de académicos y políticos.agustino20@gmail.com