Los parques son gritos desesperados. Súplicas urbanas. Reclamos verdes en medio del concreto que devora todo. En las grandes ciudades no son lujos. Son necesidades. Como respirar. Como amar. Como llorar cuando nadie ve.He visitado parques en todas las capitales del mundo: Central Park. Hyde Park. El Retiro. Todos nacieron de la misma urgencia: la ciudad necesita pulmones. La gente necesita tierra bajo los pies. Árboles que le recuerden que alguna vez fuimos salvajes.En Guadalajara, el Parque Alcalde es el grito más hermoso.Llegué por primera vez un domingo de marzo. Familias con manteles extendidos. Niños corriendo entre patos. Ancianos en bancas observando el lago artificial. Parejas de novios tomándose fotos. Hombres solos alimentando palomas. La vida completa en diecisiete hectáreas.—¿Sabe qué había aquí antes, don Pablo? —me preguntó un jardinero.—¿Qué?—Un basurero. El más grande de la ciudad.Me contó la historia. Agustín Yáñez. Juan Gil Preciado. El doctor Juan I. Menchaca. Visionarios que, en 1961, vieron un oasis donde otros veían desperdicio. Treinta de diciembre. Día de inauguración. El rescate ecológico más ambicioso del Valle de Atemajac.—¿Y qué hay de los fantasmas? —pregunté.El jardinero sonrió. Me habían llegado rumores. Historias nocturnas. Sombras junto al lago. Una mujer de blanco. Susurros en el acuario cuando cierra. Leyendas modernas de un parque joven.—Los fantasmas siempre aparecen donde la gente es feliz —respondió—. Como si la alegría los atrajera.Caminé por los senderos. La Fuente Monumental cayendo en cinco niveles. Ochenta metros de largo. Diez de alto. Réplica de la Villa d’Este italiana. En su tiempo, una de las fuentes más grandes de Latinoamérica. Agua que alimenta el lago donde las lanchas navegan lentas, como si no tuvieran prisa por llegar a ningún lado.Lo que más me conmovió fueron las soledades. Un hombre de setenta años, sentado frente al lago. Solo. Inmóvil. Mirando el agua como si buscara respuestas. Una mujer joven llorando en una banca apartada. El teléfono en las manos. Mensaje que no llegó. Corazón que se rompió. Los parques son testigos silenciosos de los desamores. Compañeros de las soledades urbanas.Me senté junto al anciano.—¿Viene seguido?—Todos los días. Mi esposa y yo veníamos aquí desde que se inauguró. Sesenta y tres años. Ahora vengo solo.—¿Y por qué sigue viniendo?—Porque aquí ella todavía existe.Entendí entonces lo que son realmente los parques. No solo pulmones urbanos. Son archivos emocionales. Bibliotecas de memorias. Lugares donde las ciudades guardan su humanidad. Donde los niños aprenden a correr. Donde los viejos recuerdan cómo corrían. Donde los enamorados se prometen eternidades que duran tres meses. Donde los abandonados vienen a curar heridas que nadie más puede ver.El Parque Alcalde es todo eso. Un basurero convertido en oasis. Un grito verde que silencia el ruido de la ciudad. Un lugar donde los fantasmas bailan con los vivos. Donde las historias se escriben sobre pasto. Donde Guadalajara guarda su alma más tierna.Cuando salí, ya oscurecía. Las familias recogían sus manteles. Los ancianos caminaban despacio hacia las salidas. La mujer joven ya no lloraba. El parque se preparaba para la noche. Para los misterios. Para los susurros junto al lago.Los parques no duermen. Solo cambian de turno.