Viernes, 29 de Marzo 2024
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El espacio y la música

Por: Martín Casillas de Alba

El espacio y la música

El espacio y la música

Hace una década, para celebrar el aniversario del fallecimiento del arquitecto Luis Barragán (1902-1988) se organizó una misa que ofreció el padre Morfín, amigo de la adolescencia, en la Capilla de las Capuchinas que él diseñó, acompañada con una orquesta y coro de cámara que, entre otras obras, interpretaron el Ave verum de Mozart.

La Capilla es un espacio que provoca por sí mismo una emoción especial que, en esa ocasión, se exponenció cuando interpretaron el motete que compuso Mozart en 1791, pocos meses antes de morir, cuando fue a recoger a Constanza, su mujer, a Baden Baden, donde se encontró a Anton Stoll, el director del coro de la parroquia, a quien le prometió entregar una obra para que la interpretara el día del Corpus Cristi: era el Ave verum, K. 618.

Los expertos dicen que es ‘la joya de la corona’, una obra que dura cuatro minutos y medio y que solo tiene una indicación en la partitura: que empiece a sotto voce, en voz baja, pues, en un momento expresa justo cuando expira Cristo en la cruz.

“Es el espejo de una magnífica transformación interior... un intervalo lleno de silencio, mientras el cuerpo enfermo de Mozart iba decayendo sin ofrecer resistencia y, en el alma del maestro, empieza a arder una nueva luz... el Ave verum, es un tesoro de expresión de su último estilo, donde deseaba personificar la perfección”, como dice B. Paumgartner en Mozart (Alianza Música, 1986).

En aquella ocasión, a la hora que interpretaron el motete, sin saber por qué, se me cerró la garganta. Por un momento pensé sería una crisis nerviosa porque, sin poder hacer algo, empecé a llorar como si fuera una catarsis o un profundo desahogo. No fui el único: volteé y vi algunos de la fila que estaban con el pañuelo secándose las lágrimas. Mi amigo, el padre Morfín, pensó que participaba de un milagro.

Meses después se lo comenté a Mario Lavista, compositor y amigo, quien me dijo que, efectivamente, el espacio y la música son cómplices y que, en ciertas ocasiones, logran exponenciar las emociones, tal como me pasó en aquella ocasión.

Ciertos espacios provocan a un tipo de emociones que están en el ámbito de lo espiritual, como si fueran un complemento del silencio o del recogimiento o de la contemplación, tal como me pasó cuando acompañé a mi hermano Andrés a la capilla que estaba construyendo en una casa particular cerca de Cuernavaca y que resultó ser un espacio que logró impactarme como si se encontraran al mismo tiempo lo infinito deseable y lo finito real.

La experiencia se repite cuando recuerdo la capilla de Andrés y hago mentalmente el recorrido desde la terraza, bajo la sombra de un tabachín o de una jacaranda, antes de entrar por un pasadizo estrecho y oscuro que, al terminar de bajarlo y dar vuelta nos deja sin aliento, al ver el muro del fondo y la luz difusa que lo baña y cae sobre el altar. Fue una experiencia como esa que imagino tenían los primeros cristianos cuando celebraban misa en la antigua Roma.

Otro es el espacio de las iglesias góticas, cuyas torres intentan alcanzar el cielo, como los deseos de quienes las construyeron, tal como imagino al arquitecto Ignacio Díaz Morales mientras construía el Expiatorio, la iglesia que está a una cuadra de la casa donde viví durante la adolescencia en el famoso ‘gueto Tepa’, es decir, la manzana encuadrada por López Cotilla, Prado, Madero y Tolsa.
 

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