Viernes, 26 de Abril 2024

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Días Santos

Por: Armando González Escoto

Días Santos

Días Santos

A partir del viernes de Dolores, las imágenes religiosas de las iglesias eran cubiertas con lienzos morados. En la catedral de Guadalajara pesados cortinajes del mismo color se desprendían desde las cornisas interiores para cubrir por completo los altares. En la penumbra, acentuada por los festones de luto, imperaba el silencio. Pronto, incluso las campanas dejarían de sonar, porque habían llegado los días santos.

La sociedad tapatía, homogénea y solidaria vivía con intensidad el tiempo de la autocorrección, el tiempo en que las deudas debían saldarse y de igual modo debían asumirse las consecuencias de las malas decisiones pagando por ellas así fuera de manera simbólica.

El Domingo de Ramos los templos amanecían sitiados por los vendedores de palmas que venían de los pueblos aledaños desde el sábado anterior para ofrecer a la gente productos cada vez más elaborados, pues las palmas no sólo había que portarlas para recordar la entrada de Jesús a Jerusalén, sino llevarlas luego a la casa y colocarlas fijadas en el respaldo de las puertas, tal y como los hebreos habían puesto pintas de sangre en las entradas de sus casas para evitar al ángel exterminador.

A partir del lunes, todos los siguientes días se denominaban santos, era como una subida paulatina desde los alrededores de Betania hasta la cumbre del Calvario repasando día tras día las últimas acciones, palabras y sucesos de la vida de Jesús. El jueves había un asomo festivo que terminaba pronto, el culto al santísimo sacramento expuesto en monumentos muy elaborados y suntuosos hacía olvidar brevemente la aprensión de Cristo en el Monte de los Olivos.

Era el día de visitar las siete casas, es decir, visitar siete monumentos levantados en honor de la Eucaristía, siete por ser número de plenitud y también por ser siete los sacramentos de la fe cristiana, fiesta solemne que podía completarse con la tradición tapatía de comer empanadas, costumbre que iniciaron las monjas de los años virreinales, pues en esa tarde solían enviar este delicioso pan a bienhechores y familiares, a las autoridades civiles y eclesiásticas, justo como una forma de recordar el pan eucarístico.

El Viernes Santo era el día terrible, de ayuno y penitencia, de silencio y cese de todo trabajo con prohibición absoluta hasta de escuchar música de la que fuera, jugar, pasear o reírse. Era una jornada de reflexión interior y de respeto, palabra muy común que se usaba para inculcar la importancia que a ese día se daba. A las tres de la tarde toda la gente, donde estuviera, rezaba el credo, pues a esa hora había expirado Jesús. Por la noche había que ir a dar el pésame a la Virgen de la Soledad.

En aquellos años anteriores al Concilio Vaticano II, los días santos terminaban a las diez de la mañana del sábado, llamado entonces de Gloria, cuando todo aquel pesado luto se desprendía y en su lugar resurgían altares colmados de flores y ornatos, testimonio de la vida nueva del resucitado a la que todo mundo aspiraba. Fuera de los templos se hacía la gran verbena pues era el momento de quemar los judas. Habían concluido los días santos, la comunidad se había renovado para seguir enfrentando la existencia cotidiana.

DR

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