Jueves, 25 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Pasa, como una fiesta secreta, el día más largo. Pero el jardín bien sabe de solsticios, y tiende al sol sus vastos deseos por desplegar sobre el mundo toda su bondad. En la calle se suscita un alegre alboroto. Una decena de gentes persigue a su presa. Los conduce un señor armado de una caja grotesca. El perseguido parece tener buen humor y evita, sin que casi nadie atine a saber de quién se trata, la torpe treta. Largos minutos dura la batida, y la decena de cazadores va gradualmente perdiendo el ánimo y el aire. Colorados del esfuerzo, al fin se rinden, se dispersan humillados. Luego, la gallina primorosa, ah de tan fina estampa, reaparece de su escondite y busca con toda calma su sustento en la jardinera grande que bordea la banqueta. Sus ruidos, que llegan del fondo de la memoria, convierten a la calle entera en una granja apacible que por aquí alguna vez se apareció, que muchos años después fue abolida. Nuevos intentos por atraparla fracasan. Hasta que de un fulgurante vuelo gallináceo, el ave decide brincar y establecerse, luego de varias escalas, en el jardín. El joven  perro se admira, la saluda, intenta jugar. La gallina, ahora llamada Johnson por el niño más novel, establece su reinado. A los embates del can responde con vuelos estupendos y unos clo-clos no se sabe si burlones o mortificados. El gato, contra todas las expectativas, se queda interperrito, encantado de que la nueva moradora de su dominio sirva de distractor para los embates que a cada rato sufre por parte del can. Y he aquí a la nueva protagonista del jardín, a un bienvenido esplendor de plumas tornasoladas, de tan refinado perfil. Se ve que conoce que por decenios bajo el túnel sus lejanas hermanas guardaron sus apacibles existencias cuidadas por la gentil señora que ya no está, y que trajo desde Los Altos y luego desde Inglaterra una larga sabiduría avícola y hortelana. Así que con su sola presencia la gallina llamada Johnson convierte la casa entera en una ranchería, profunda, agradecida por las lluvias que comienzan a bendecirla. Mínima arca de Noé, feraz comarca revivida.

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Ojos que relampaguean a la sombra de los árboles generosos. Migrantes. El que pasa caminando sobre la banqueta desportillada cruza entre un grupo de jóvenes flacos y vigilantes, como lobos en tiempos aciagos. Un olor a mariguana, a tonsol, a humanidad doliente y perseguida. Algunos se dan por advertidos por la insólita y fugaz presencia, por un buenos días respetuoso; otros enarbolan una indiferencia de príncipes. Y eso es lo que son: príncipes extraviados que cargan con sus lejanos reinos en ruinas a través de un país que los mira pasar. La flor y la nata de sus naciones, expulsados por el terror y el hambre, por la inquina de los señores de la guerra, por la corrupción de quienes mandan. Permanecerán en su puesto hasta que el día rinda, y desde allí denunciarán, calmosos y remotos, la maldad del mundo. Pero imparten también, altivos y valientes, las lecciones de su rebeldía, de su coraje para buscar una vida más digna y más alta, encandilados por los decires que desde sus pueblos aprendieron: irse hacia el imperio, escapar. Intentarán, entre azares y riesgos, acogerse a las riquezas de quien, de ciertas maneras, los tiene en el hambre y el terror. Quedan los jóvenes lobos, allí, en la banqueta brevemente hospitalaria. Y saben que en su ardua peregrinación se juegan cada vez la vida. Prenden otro carrujo que circula -fraternidad refrendada- de mano en mano. El humo se levanta y los vuelve de aire, mientras miran la ciudad que de alguna manera todavía logra acogerlos, a la que, sin saberlo, honran y justifican.

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Cerca del país, ahora imaginario de Pihuamo, existe un rancho centenario que se llama El Limón. Memorias de un río cristalino, de los grandes sabinos, de las sanguijuelas asombrosas. Mañanas enteras en el corredor, viendo desde muy temprano la bruma que flotaba siempre sobre la serranía. Una señora, llamada como la misma aurora, impartía su quieta hospitalidad. Dicen que la casa dura, grandes cuartos cavernosos iluminados apenas, al caer la tarde lenta, por los aparatos de petróleo. La caballada. Adobes centenarios, un chacuaco airoso, el patio del rancho vasto, aguerrido. La subida era en troca, salvando a rugidos entrecortados y sonoros, arroyos y deslaves. A través de la noche cerrada, los niños maravillados descubrían la profundidad de los campos. Al final del camino esperaba un calmoso señor que su santo celebraba el día de San Antonio. Macizo y de breve estatura, afable, cabal hombre de campo, refugiado allí del naufragio de una hacienda en derrota.

En el pueblo vecino, en Pihuamo el magnífico, existe aún una casa abandonada. En medio de un amplio predio que comienza al final de una calle se levanta la finca. Es la casa que el Doctor Atl edificó para sí mismo en los años cincuenta, inaugurando así finalmente, parece, su Olinka tantas veces soñada, en tantos sitios intentada. Fundar una casa allí no es poca cosa: modelo quizás para los albergues que imaginó para la aristocracia de los poetas, los escritores y los científicos. Búsqueda tenaz de una arcadia imposible, de un lugar en donde lo mejor de este país floreciera y viviera en paz. No queda más que la casa, de la que se podría suponer la hechura de una mano maestra. La de quien por aquellos años edificó, no lejos de la playa de Majagua, un mínimo palacio para sí mismo, sostenido sobre una plataforma que mucho le debe a las antiguas construcciones prehispánicas. Quién sabe. Pero existen testimonios ciertos de que pocos años antes el Doctor Atl fue un singular consejero para la instauración de otra arcadia, ay, tan fracasada: la de los jardines del pedregal de San Ángel. Así que tal vez, solamente tal vez, la mano de Luis Barragán haya tenido que ver en ese portal, esos grandes muros, esa pérgola entrevista también en sus hechuras contemporáneas de la casa del mago. Quién lo sabrá. Fotografías un poco borrosas, amistades perdurables, una confraternidad en la búsqueda de una vida más alta, de la utopía y la belleza. Olinka en Pihuamo. Para desde allí, el galeno legendario, mejor pintar los volcanes, demorarse en los esplendores del bosque interminable, ensayar la captura del cosmos entero con unos pinceles veloces, magistrales. Y un día, puede ser, Olinka habrá de alzarse en todos lados. Ciudad de sueños y fuego.

jpalomar@informador.com.mx

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