Viernes, 26 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Templados son estos días para la estación que corre. Algunos vientos arremolinan las nubes y dan noticia del otoño que cumple sus tareas. Luego vuelve un sol tibio y brillante, y las tardes declinan tranquilas. El tráfago callejero aumenta: los mil cometidos de la gente vuelven la ciudad un lugar más inquieto. Los jardines disminuyen imperceptiblemente sus intensidades, esperan. Sobre la pérgola, la llamarada insiste en sus floraciones anaranjadas y alegres. El maestro jardinero dispone medidas para la corrección de las trayectorias de las guías, para asegurar el paso a los más intricados rincones. Tiempos de revisar funcionamientos, de regular con prudencia los riegos, de acordarse con los ritmos de la temporada.

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October Project es el nombre de una banda que fugazmente pasa por el tocadiscos. Una voz de mujer, potente y modulada, habla del regreso, de la recuperación de todo lo que se fue. El fondo es una fina sucesión de acordes, una clara estructura sobre la que las vocalizaciones se despliegan. El proyecto de octubre hace pensar en los momentos durante los que el camino se reconsidera y sopesa, pero también en las vías, esperanzadas o triunfantes, sobre las que el futuro habrá de advenir.

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De la batea de las postales: vistas aéreas de ciudades levantinas. Una airosa mezquita preside la composición de la densa ciudad. Su patio, por la expresión y el estilo, parece concentrar una fuerza a la que nutren los caseríos circundantes. En ellos, las habitaciones forman un tejido unitario y compacto, pero en el que cada morada guarda su particular genio. Pequeños patios de mil disposiciones, blancas extensiones que se acomodan con milenaria maestría para provocar zonas de sombra y abrigo. Azoteas desde donde, al caer la tarde, se recibe el aire clemente del día que declina. A través de los siglos, innumerables historias, mínimas o grandiosas, fueron el producto de este tejido apretado y fraterno. La ciudad cuenta así todo su devenir, y como todas las ciudades terrestres, es un nítido retrato –para quien pudiera leerlo- de sus afanes, desventuras, cotidianos triunfos y pacíficos logros. Una ciudad que podría ser tantas ciudades.

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El ala del avión desde el que las tempranas fotografías fueron tomadas les da contexto y fecha aproximada. Pudieran ser los años veinte del pasado siglo. La cámara captaba así, en sus primeras veces, las visiones de unas ciudades que de esta manera tomaban una inédita conciencia de sí mismas, de su totalidad, de su esfuerzo integral por pertenecerse a sí mismas, por establecer desde su emplazamiento su apropiación del mundo.

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Es ahora un puerto que sirve de bastión a una pequeña aldea. La rada es amplia, sus rompeolas resisten, con su exacta geometría. En la embocadura, junto a la puerta del Mediterráneo, una antigua fortaleza en ruinas da cuenta de asaltos y batallas, de acometidas y resistencias. El frente marítimo del pueblo, sin embargo, hace mucho que parece haber sido reconstruido y los pequeños edificios y las casas que lo bordean denotan, a pesar de todo, una triunfante resistencia. Poderío de los sencillos caminos de las gentes, de su imbatible búsqueda de un mañana. La rada luce pletórica de embarcaciones de pesca, de navíos dispuestos al cabotaje y el comercio. La tensión entre el firme asentamiento costero y los azarosos caminos del mar son un apretado emblema del destino de la ciudad.

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Y el desierto. Las innumerables caravanas que por allí han pasado revelan, desde lo alto, el trazo de sus arduos recorridos. El territorio está sembrado en esos parajes de túmulos y monumentos funerarios. Un conjunto de dunas componen el paisaje, y al fondo, se adivina el final de los trayectos. Un pueblo pequeño y recogido con frente a lo que se adivina como el mar, o un gesto de contención y repliegue ante el innumerable desierto que continúa. Más bien el mar, se espera, y entonces la apertura a todos los horizontes, la bondad o el riesgo de los vientos, todo lo que la ventura dispone. Una caravana más pasará pronto por la huella de las que la precedieron. Y seguirá de esa manera alimentando la pequeña aldea, su vida empecinada. Y por las inciertas venas del mar extenderá entonces la pequeña ciudad sus lazos perdurables con todos los hombres.

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Torres, arquerías, extensas techumbres, edificios albeantes para hacer frente al sol inclemente. Una plaza arbolada guarda en su centro a la fuente que es todas las fuentes. Aquí y allá subsisten los macizos de verdura que aún resisten. De todos los naranjales que cuentan las crónicas que cubrían el territorio es así esto lo que va quedando. Como un organismo que crece y ocupa nuevos ámbitos, la ciudad se encierra sobre sí misma, se renueva, declina, se reproduce igual y distinta. Un golfo, o un brazo de mar, se vislumbra en la distancia. Al fondo, las cordilleras que limitan esas aguas. Las generaciones se asoman desde la altura del avión y hacen el recuento de todo lo que en la ciudad ha acontecido a lo largo de su historia. Una reunión primero de las caravanas que desde allí embarcaban sus mercaderías; un incipiente poblado luego para asegurar el comercio, las iniciales y precarias casas, el mercado, una cierta abundancia; y los años de tranquilidad, el azote de asaltos y combates. Y a través de todo ello la tenaz perseverancia de los habitantes, su cotidiano esfuerzo por cumplir las jornadas.

Una serie de postales de lugares remotos, fechadas hace casi un siglo. Recuento de lo que hace a estos poblados hermanos de todas las ciudades del mundo. Reconocimiento de los lazos y las aspiraciones que han guiado la fundación y el transcurso de las eras.

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