Viernes, 29 de Marzo 2024
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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Pasa la canícula con sus ardores. Las hojas más altas de la piñanona resienten los fuegos. Pero ya el jardín hizo acopio de los materiales, de las aguas que aseguran su marcha. Y el temporal se reanuda, como una procesión que viene de muy lejos. Las estrellas blancas del jazmín puntúan el enladrillado todavía húmedo. El maestro jardinero organiza las veredas, y con larga paciencia acomoda plantas y brotes, corta lo excesivo, dispone el paisaje doméstico para los nuevos días. Desde sus rincones de elección el gato considera, altivo y displicente, las actividades. Aprueba, sin duda, la colocación de las hojas caídas en los entresijos apropiados para el abono, el ritmo de las horas que se suceden. Regresan, triunfantes, los niños, y reafirman su dominio sobre todos los recintos de la casa.

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Balcón al poniente, ya tarde. Dos frentes de tormenta se acercan, y dos ejércitos de relámpagos encienden el cielo desde sus posiciones. Con cada resplandor se levantan las siluetas de nubes espesas y altísimas, y el firmamento toma a cada vez una configuración diferente. Inusitadamente no se oyen los truenos, y la distancia de las tormentas que vienen adquiere así una dimensión más vasta. Las iluminaciones se repiten, pero a cada instante las luces revelan una distinta composición del panorama. Rituales del verano, fuegos de artificio del estío, bendiciones y presagios de tiempos de ventura.

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El Relámpago es también el nombre de una amigable estación en un pueblo lacustre. Una larga estructura bajo un tejado ondulante, una doble hilera de columnas que enmarcan al fondo el esplendor azul de las aguas, la quieta oscuridad que imperceptiblemente sigue a los calmosos atardeceres. Denominación que apela al instantáneo reconocimiento de la amistad, al fulgor de las miradas que se despliegan, a la revelación precisa que la contemplación del ámbito propone. Las consecuencias de un nombre pueden ser determinantes, imprimen un cierto carácter, dan fe de las intenciones de su origen: el Relámpago dura en la memoria.

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U2 junto con Patti Smith acometen el himno. Su resonancia es ahora intemporal. People have the power, dice. La gente tiene el poder, la gente manda sobre su destino. La intensidad de la banda enmarca la voz de la musa. Entonaciones graves, énfasis sutiles, cambios de ritmo inesperados. La guitarra se encona, el estruendo da paso a una voz que se duplica, que es multiplicada luego por la muchedumbre. 

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Ventanal al sur. Desde allí, durante decenios, se ha visto a ratos crecer la ceiba ahora inmensa. Pero a lo largo de toda su duración, el árbol ha impreso su afanes sobre los cristales. Y ahora ellos guardan, como una intricada radiografía, hasta el menor esfuerzo que las ramas han hecho en su ascenso. Los follajes, siempre cambiantes, dejaron su huella, junto con los de los finales vuelos de las hojas caducadas. Incesantes visitas de los pájaros, furtivas lagartijas que alternan fulgurantes carreras con quietas esperas, insectos de todas layas, vuelos misteriosos de murciélagos taciturnos y veloces. Floraciones, pequeños frutos apretados y enigmáticos, ramajes pletóricos o raleados por la estación, savias siempre en ascenso, la ceiba da la vuelta a los años. Al fondo, las aguas de la laguna relumbran, y el jardín todo alrededor marca sus ritmos constantes, fieles.

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Memoria de una casa. Generaciones en tránsito le han dado su carácter, voces infantiles su alegría, noticias lejanas su gravedad. Es primero el gran zaguán, amplio para que las carretas de los cañaverales tuvieran su entrada franca. Y luego un gran patio de piedras nobles que siempre centelleaban al sol. El sonido de los cascos de los caballos presta todavía su justa dimensión al recinto. Y en una esquina, la espadaña airosa de la capilla imparte su invariable bendición. Un chacuaco abolido despliega a veces su silueta ida. Corredores umbríos, un cancel, otros corredores luminosos y teñidos de un suave dorado, y abajo un jardín que siempre está emergiendo con sus buenas nuevas. Una pila aquietada guarda el reflejo de todos los tránsitos. La casa dura en su navegación, persiste en su hospitalidad generosa.

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Atardeceres de una huerta. El corazón es una alberca de cuyo fondo arenoso emergen unas aguas cristalinas. Un templete dañado por la usura de los años, y sin embargo triunfal, remata las aguas que reflejan todos los follajes circundantes. Una alameda dilatada a la que bordean mangos y aguacates, una extensión de cafetales a cuyo paso los niños a caballo terminaban empapados. En algún rincón apartado un fresno prodigioso, el mayor que los ojos han visto, despliega el portentoso poderío de su estampa. Ciertas ramas se extienden, paralelas a la tierra, por decenas de metros, como respondiendo a una invisible topografía del aire. Arroyos que cruzan, vuelos de pájaros de colores vivísimos, todo prospera y canta. Cuando el día declina los cañaverales del fondo palidecen, las sombras avanzan. Será la hora de volver, de recoger en el ánima la dilatada paz que la huerta sabe dar.

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Tres casas de piedra que se alinean sobre el borde de su atalaya. Dos muros y un dintel hacen el resumen de la habitación humana frente al mundo. En su fiera humildad las tres moradas expresan la esencial solidaridad entre ellas que conforma ya el germen de la ciudad futura. Una pétrea hermandad que expresa la voluntad de resistir la intemperie, de afrontar un destino común. Sus dinteles se abren o defienden a lo que el porvenir depare. Las casas están hechas para perdurar, concentran la larga sabiduría que aportaron las errancias y los peregrinajes a lo largo de muchas generaciones. Y esa sabiduría fundó entonces un lugar, tres casas originarias de lo que a lo largo de los siglos sería el caserío, la aldea y el pueblo. Y mucho después las orgullosas ciudades que, en su extravío, olvidan a veces que estos cuantos muros fueron su cimiento y su promesa.

jpalomar@informador.com.mx

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