Jueves, 19 de Junio 2025

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Cuando el cielo se abre

Por: Pablo Latapí

Cuando el cielo se abre

Cuando el cielo se abre

Con el verano llegan las lluvias. O con las lluvias llega el verano. Nunca sabemos cuál llega primero. Solo sabemos que llegan juntos. Como viejos amigos que no se pueden separar. Nos sorprenden cada año. Como si fuera la primera vez. Como si no viviéramos aquí. Como si no supiéramos que esto pasa desde siempre. Desde que Guadalajara es Guadalajara.

Cuando empieza a llover parece un fenómeno nuevo. Un milagro. Una catástrofe. Los tres al mismo tiempo. Miramos hacia el cielo como si nunca hubiéramos visto nubes. Como si el agua fuera un invento recién llegado a la ciudad.

Son auténticas tormentas. No llueve. Truena. No gotea. Se abre el cielo. De golpe. Sin avisar. Un minuto caminamos bajo el sol. Al siguiente corremos buscando techo. Cualquier techo. Porque en Guadalajara no llueve a medias.

Los mismos lugares se inundan. Los conocemos de memoria. Los clásicos. López Mateos y Mariano Otero. Plaza del Sol. El paso a desnivel de Lázaro Cárdenas. La Glorieta Colón. Niños Héroes e Inglaterra. Federalismo y Agustín Yáñez. Los túneles que se convierten en ríos. Las avenidas que se vuelven lagos.

Cada año prometemos acordarnos. Cada año olvidamos. Manejamos por los mismos lugares. Nos sorprendemos con las mismas inundaciones. Como si la ciudad nos hiciera una broma pesada. Como si nosotros le siguiéramos el juego.

¿De dónde sale tanta agua?

El agua viene y baja de todas partes. Del Pacífico que está lejos pero manda su humedad. Del Golfo de México que está más lejos pero insiste. De Chapala que está cerca y colabora. Del cielo que, harto de contenerla, la deja caer de golpe.

La ciudad cambia de cara. Las calles se vuelven espejos. Los carros navegan entre semáforos. La gente corre con bolsas de plástico en la cabeza. Los niños juegan en los charcos. Los adultos maldicen el tráfico. La lluvia no discrimina. Moja a todos por igual.

Pero entonces pasa lo mejor.

Poco a poco, día tras día, lluvia tras lluvia, Guadalajara se vuelve verde. Espectacularmente verde. Los árboles que parecían muertos reviven. Los prados que eran tierra se vuelven alfombra. Los jardines explotan en colores. Los terrenos baldíos se convierten en selvas urbanas.

Y la barranca. La fantástica barranca.

Después de cada tormenta, la barranca se vuelve agresivamente verde. Un verde que duele de tan intenso. Un verde que no parece real. Como si alguien hubiera pintado todo con el pincel más cargado del mundo.

Entonces viene la magia.

La neblina sube de la barranca. Blanca. Espesa. Misteriosa. Sube como si fuera el aliento de la tierra. Como si la ciudad respirara después de beber. Como si Guadalajara suspirara de satisfacción.

Nos asomamos a la barranca después de los aguaceros. Vemos la neblina trepar entre los árboles. Entre las piedras. Entre las casas que se atreven a vivir en las laderas. Vemos una ciudad que se esconde y se revela al mismo tiempo.

Esta es la recompensa. Por las inundaciones. Por el tráfico. Por correr bajo la lluvia. Por los zapatos mojados y los paraguas rotos. Por todo lo que nos quejamos durante la temporada.

La lluvia nos regala la mejor cara de Guadalajara. La más verde. La más viva. La más verdadera. Fresca.

Cuando la neblina sube de la barranca, entendemos por qué vivimos aquí. Por qué nos quedamos. Por qué, a pesar de todo, esperamos con gusto que llegue la próxima tormenta.

Porque sabemos que después vendrá el verde. Siempre viene el verde.

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