Llevo dieciocho años aquí. Todavía hay días en que me siento extranjero. No por malicia. No por rechazo abierto. Guadalajara no es cruel con quienes llegamos de fuera.Es algo más sutil. Más complejo. Es una ciudad celosa, caprichosa. Como una mujer hermosa que sabe su valor y no se entrega fácilmente.Llegué en 2007. Periodista exitoso. Con una carrera hecha. Con contactos internacionales. Pensé que sería fácil. Me equivoqué. Guadalajara no se impresiona con lo que fuiste en otra parte. Le importa lo que vas a ser y hacer aquí.Los primeros meses no fueron fáciles. Reuniones que no llegaban. Proyectos que se enfriaban. Conversaciones que terminaban cuando mencionaba que era chilango. Como si llevara una marca invisible. Como si hablara un idioma ligeramente distinto.—¿Y por qué se vino para acá? —me preguntaban.—Por trabajo —respondía.—Ah —decían. Y en ese “ah” cabía todo un universo de sospechas.Hace poco, el maestro de la Universidad de Columbia, Hitendra Wadhwa, recordó cómo fue la llegada de los parsis a la India. Para mí, ilustra cómo debe llegar un migrante a un lugar como Guadalajara.Los parsis: una comunidad de refugiados persas que llegó a las costas de Gujarat en el siglo VIII. Zoroastrianos que huían de la conquista árabe, buscando refugio en tierra extraña.El rey local, Jadi Rana, los recibió con un gesto simbólico: mandó traer un vaso de leche, lleno hasta el borde. Les dijo: “Mi reino está completo. No hay espacio para más gente”.El líder parsi, Jivanji Jamshedji Mody, tomó un terrón de azúcar. Lo disolvió suavemente en la leche, sin derramar una sola gota. Luego devolvió el vaso al rey.—Como este azúcar —dijo—, nosotros nos mezclaremos con su pueblo. Lo endulzaremos sin cambiarlo. Sin ocupar espacio extra. Sin alterar su esencia.El rey sonrió. Les dio la bienvenida.Los parsis cumplieron su promesa. Se integraron sin perder su identidad. Aportaron conocimiento, comercio, cultura. Algunos de los empresarios más importantes de la India moderna son parsis: los Tata, los Godrej. Jamsetji Tata fundó el conglomerado más grande del país.Endulzaron sin cambiar la esencia.Esa historia me salvó en Guadalajara.Dejé de llegar como corresponsal internacional. Empecé a llegar como alguien que quería aprender. Dejé de hablar de lo que había hecho en otros lugares. Empecé a preguntar sobre lo que pasaba aquí. Dejé de comparar Guadalajara con otras ciudades. Empecé a entender que esta ciudad tenía su propia lógica, su propio ritmo, su propia belleza.Cambié mi actitud. Como azúcar en la leche.No fue fácil. Los tapatíos son cautelosos con los foráneos. Tienen derecho. Han visto llegar a muchos que quieren cambiarlos. Que traen fórmulas de otras partes. Que no entienden que Guadalajara ya está completa. Ya es perfecta a su manera.Pero cuando demuestras que vienes a endulzar, no a invadir, las cosas cambian. Cuando trabajas con humildad. Cuando aprecias lo que ya existe antes de intentar agregar algo nuevo. Cuando entiendes que el privilegio es tuyo, no de ellos.Hoy veo a Guadalajara llenarse de nuevos migrantes. Gente de todo México que busca oportunidades, que huye del desequilibrio del país, que ve en esta ciudad algo que otras han perdido: estabilidad, futuro, esperanza.Si les preguntaras a los tapatíos si están de acuerdo, muchos dirían que no. Que ya están completos. Que no necesitan más gente.Tendrían razón. No los necesitan. Pero pueden beneficiarse si los migrantes entienden la lección de los parsis. Si llegan como azúcar, no como sal. Si endulzan sin alterar. Si aportan sin imponer.Dieciocho años después, Guadalajara me adoptó. No porque yo la convenciera, sino porque aprendí a mezclarme sin derramar la leche.Como el azúcar: invisible una vez disuelto, pero cambiando todo el sabor.