Sartre y la fe en las ideas
Cuando era adolescente, uno de mis autores de cabecera era el filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre (1905-1980).
Inmensamente carismática y seductora, la figura de Sartre me entusiasmó enormemente, pues me enseñó que pensar, escribir y comunicar ideas al gran público podía ayudar a los individuos a vivir de forma más creativa, intensa y lúcida. Me enseñó que los libros y las ideas podían influir en la historia.
Pese a sus muchos yerros políticos (como su respaldo activo de los totalitarismos comunistas), admiraba su coherencia moral, su seriedad intelectual, su inteligencia formidable, así como su capacidad de rectificar y cambiar de opinión —una rareza.
Recuerdo que, al poco de descubrirlo, me dediqué a estudiar su obra, a leer su autobiografía, sus cuentos y piezas de teatro; me dediqué a conocer la actuación pública que tuvo durante el siglo XX (“el siglo de Sartre”, según la expresión de Bernard-Henri Lévy); a sumergirme en las densas páginas de El ser y la nada (1943) y a cuestionarme si a mis diecisiete años vivía con mala fe o con autenticidad y compromiso, esa palabra mágica de su filosofía.
El mensaje de Sartre era poderoso y sencillo: “Estás condenado a ser libre. Eres, por tanto, el único hacedor de tu destino, de tu gloria o miseria. Asume una responsabilidad con tu época. No hay excusas”. Sus exhortaciones y frases efectistas (“La existencia precede a la esencia”, “El hombre es una pasión inútil”, “El infierno son los otros”) eran mi sustento espiritual.
Hoy en día, pienso que la aseveración de que el marxismo es “la filosofía insuperable de nuestros tiempos” (Crítica de la razón dialéctica) fue hace mucho desmentida por el inclemente rasero de la historia. Pienso que una filosofía debe, no sólo subrayar la libertad individual (el meollo de la obra sartreana y un tema recurrente del existencialismo moderno, de Kierkegaard y Nietzsche a Beauvoir y Camus) y develar los mecanismos universales del autoengaño, sino orientar la praxis moral y política. Pienso, en suma, que la filosofía sartreana de la libertad puede hacernos caer en un solipsismo paralizante. En efecto, los cuentos, novelas y piezas teatrales de Sartre han envejecido mal; mientras que sus ideas filosóficas tienen —a diferencia de las de Beauvoir— escaso peso en la filosofía contemporánea, estancada casi toda ella, por lo demás, en un academicismo estéril.
Es en sus ensayos literarios sobre Genet, Baudelaire o Flaubert donde anida el mejor Sartre: exudan vigor y creatividad. Pero, más que su obra, lo que sigue siendo potente y exaltante es su figura: un escritor público que cree fervorosamente que las palabras son actos, que la literatura no es vestido sino alimento, que debemos comprometernos con la igualdad y la justicia y que los libros y las ideas pueden cambiar el mundo.
Si estuviera vivo, Sartre libraría una lucha sin cuartel contra la literatura como frivolidad o como pasatiempo, contra la tiranía de las pantallas y el colapso de la hegemonía cultural de la palabra escrita; combatiría los “quietismos de desesperación” y los determinismos cientificistas, hoy tan en boga, que buscan suprimir todo ápice de libertad; y haría una defensa de la solidaridad social y la responsabilidad cívica de los artistas e intelectuales.
¿Regresará el tiempo en que los filósofos eran tan conocidos como los boxeadores y cantantes de moda? ¿En que las palabras de un intelectual público influían, para bien y para mal, en las acciones de los gobiernos, en los movimientos sociales, en la vida de miles de jóvenes? ¿Será definitivo el ocaso de la figura del mandarín?
De lo que no tengo duda es que, para lidiar mejor con el siglo XXI, la nueva edad de los extremos que nos ha tocado en suerte vivir, es preciso recuperar la indómita fe en las ideas, la devoción por la cultura y la vehemente esperanza social que animaron la vida de Jean-Paul Sartre. Insistir en la libertad individual y en la responsabilidad personal y social nunca pasará de moda.