Moderación, extremismo y educación (I)
¿No encuentra asfixiante el clima actual de permanente vigilancia de las ideas y puntos de vista, no sólo en las redes sociales y la internet sino aun en las universidades y centros de trabajo? ¿No está cansado de que la polarización política e ideológica se haya introducido hasta en la esfera privada de nuestras vidas? ¿Cuántos amigos y familiares no conoce que se hayan peleado a causa de la sobrepolitización y radicalización ideológica?
Pareciera que hoy todo se ha vuelto político, desde los regímenes alimenticios, la sexualidad, el lenguaje y los días festivos, hasta el arte, la educación, la ciencia y el deporte. La mayoría de posturas y orientaciones se han radicalizado: no hay lugar para el centro y la mesura. La prudencia se ha vuelto sinónimo de cobardía; el autocontrol (sophrosýne), sinónimo de frialdad; y la medianía y el rechazo al radicalismo político, sinónimos de egoísmo y tibieza. Aristóteles se equivocó: la virtud no es un justo medio entre el exceso y el defecto; es el exceso mismo. La política contemporánea no es dialógica. Es extremista y maniquea: o eres seguidor de mi ideología, o eres enemigo mío. El colapso de la moderación es una marca de nuestro tiempo.
No se trata de un asunto baladí; Norberto Bobbio lo sabía bien: “El moderado es, por naturaleza, democrático; un extremista de izquierdas y uno de derechas tienen en común el antidemocratismo.” Es decir, la democracia misma peligra cuando desaparecen la moderación y la disposición liberal a discutir los asuntos en lugar de imponer las creencias propias. Cuando cualquier posición del espectro político se radicaliza, asume su agenda con dogmatismo y se dispone a cumplirla por cualquier medio. Del extremismo ideológico o religioso a la violencia política, hay un solo paso.
El liberalismo nació en los siglos XVII y XVIII en buena medida como respuesta a las guerras de religión europeas, el fanatismo intolerante y la violencia ideológica. Curiosamente, los extremismos de nuestro tiempo provienen en su mayoría, no de la religión, sino de la política. A diferencia de la moderación y los valores democráticos, el extremismo y los autoritarismos arrebatan hoy a las masas y aun a los jóvenes y a los individuos con formación universitaria. Son inmensamente seductores, no sólo por la facilidad con que se difunden en las plataformas digitales, sino por la fuerza carismática de los líderes extremistas y el oportunismo de sus propagandistas e ideólogos.
Las creencias extremas seducen, por otra parte, porque ofrecen respuestas definitivas, simples y absolutas a preguntas y temas intrincados. Permiten ignorar y rechazar la complejidad irreductible del mundo. En el fondo del corazón humano, yace el secreto deseo de encontrar la Verdad: ver el rostro de Dios, obtener una tabla de salvación, un credo intelectual y moral infalible que nos libere de la fatigosa carga de tener que ejercer nuestra libertad. El extremismo es una forma de hacer a un lado el problema de la elección moral, que no es sino el problema de la vida.
Pero ¿cómo contrarrestamos la actual propensión al extremismo? Podemos empezar por poner en duda el prejuicio de que el moderado es un ser tibio y sin pasiones. En 1998, la filósofa pragmatista británica Susan Haack publicó el valiente Manifesto of a Passionate Moderate, una colección de ensayos penetrantes y políticamente incorrectos que enseñan que se puede ser apasionadamente moderado y fervientemente democrático sin sucumbir al absolutismo extremista ni al nihilismo escéptico y relativista. Así pues, la inteligencia crítica y la virtud moral y política no están reñidas con las emociones y los afectos: el corazón y la cabeza se requieren mutuamente.
En estos tiempos extremos de desconcierto intelectual y confusión moral, una buena apuesta individual y social es atender el llamado de Haack y los pragmatistas e intentar ser apasionadamente moderados y fervorosamente democráticos.