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La psicología de la sucesión presidencial

En México, hasta este fenómeno sociopolítico tiene su sello muy característico, se configura de una manera casi mágica y misteriosa. Se envuelve en un aire de suspenso y especulación que permite a los analistas darle vuelo a la hilacha con todo tipo de suposiciones.

Hace unos años se hablaba del posible candidato como el “tapado”, es decir, allí está pero no lo vemos. Sólo saben quienes toman la misteriosa decisión de asignar al sucesor presidencial.

El fenómeno se ha estudiado desde hace muchas décadas y aun así seguimos descubriendo sorpresas. ¿Cuáles son los criterios para designar a un candidato? ¿Qué fuerzas políticas influyen en esta lucha por el poder?

Al menos hoy tenemos una clara variable que no se puede eludir. Hay que elegir al que tenga más posibilidades de ganar. Es decir, no importan muchas otras cosas, lo importante es que las urnas y el voto le sean favorables. Pues antes que cualquier otra cosa, lo fundamental es ocupar el lugar del poder en donde se toman todas las decisiones.

Así que la psicología de la elección presidencial se basa en la mercadotecnia política. Un asunto que antes no era tan importante, pues prácticamente desde que se elegía, como el candidato del PRI, ya se sabía que iba a ser el ganador. Todo lo demás era un simple teatro para simular una democracia que aún no se desarrollaba.

Los intereses de los grupos de poder hacían todo lo posible por irse a la famosa “cargada” que tenía la implicación de un ataque decidido y determinante en favor de un candidato que convenía a esos grupos en particular.

En los sesenta, la cargada y los misterios que envolvían a la sucesión presidencial se podían leer entre líneas en los mensajes que lanzaban los diferentes protagonistas del poder en México, ya sea del sector empresarial como en los líderes y funcionarios de la cúpula del poder.

Otro aspecto interesante son los rituales políticos y ceremoniales que rodeaban a los posibles candidatos. El concepto de “besamanos” era de mis predilectos, era una manifestación afectiva –muchas veces hipócrita– de solidaridad y apoyo a un candidato. Lo hacían especialmente los políticos y funcionarios deseosos de escalar una posición mejor en el siguiente sexenio. Y lo que hacían era apostarle al posible ganador, al más viable, e irle a rendir pleitesía. Hacerse presente y dar a entender que estaba con el amigo antes de saber que era el bueno y así tener más oportunidades de recibir un nombramiento ya cuando tuviera todo el poder en sus manos.

La decisión de quién iba a ser el candidato era regularmente tomada por un acuerdo entre el presidente en turno, los hombres de más poder en México y aprobado por el poder “factico” que siempre ha tenido el Gobierno de los Estados Unidos.

Tal vez en nuestros días el camino misterioso siga siendo parecido, pero de lo que sí estamos seguros es de que es una decisión cupular y no del pueblo.
 

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