La fractura maniquea de la política
Hay heridas que no se abren con espadas, sino con palabras. La más peligrosa de todas es aquella que divide a un pueblo en “buenos” y “malos”, en hijos de la luz y siervos de la oscuridad. Una grieta así no se cierra fácilmente, porque no nace de la razón, sino de la manipulación de los afectos más profundos de la comunidad.
En la arena política, cada partido aspira legítimamente al poder; eso es lo natural en una democracia. Pero cuando esa aspiración se viste con el ropaje del maniqueísmo -“nosotros somos el bien, ellos son la desgracia”-, se hiere la unidad nacional con una daga invisible. Se convierte la pluralidad en enemistad, y la diferencia en abismo.
El filósofo francés Paul Ricoeur advirtió que “la ideología se convierte en veneno cuando deforma la realidad para legitimar el poder”. Ese veneno circula cuando el gobernante se adjudica todos los logros y entrega al adversario la bolsa de culpas. La nación entera se convierte entonces en un tablero de ajedrez donde sólo hay piezas blancas y negras, y ningún color intermedio.
Sin embargo, un país no se sostiene sobre esa caricatura. Una patria verdadera es un tejido plural, bordado con hilos distintos que, entrelazados, forman un tapiz común. La democracia madura no teme a la diferencia; la honra. Sabe que del contraste surge la creatividad, y del debate, la sabiduría.
Lo dañino es confundir la crítica con la traición, y el disentir con la enemistad. Así se envenena el alma nacional. Porque cuando se enseña a odiar al vecino por votar distinto, se abre la puerta a la violencia silenciosa que corroe las familias y fractura el tejido social.
La psicopolítica nos muestra que el poder que triunfa dividiendo termina devorándose a sí mismo. El enemigo inventado no desaparece: se multiplica en resentimiento. La historia lo confirma: ningún régimen construido sobre la demonización del otro ha logrado sostenerse sin pagar un precio alto en heridas colectivas.
Hoy más que nunca, necesitamos voces que rechacen la falsa dicotomía de buenos y malos. Voces que recuerden que lo contrario del odio no es la uniformidad, sino el respeto. Y que el verdadero triunfo de una nación no está en el aplauso unánime, sino en la capacidad de convivir en la diferencia.
Porque la unidad no se decreta; se cultiva como un jardín delicado. Florece en la confianza y se marchita en el desprecio. Y quizá la tarea de nuestro tiempo sea esta: volver a sembrar semillas de encuentro, hasta que la patria deje de ser un campo dividido y renazca como un árbol común, capaz de dar sombra y fruto a todos por igual.