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La austeridad también se va de vacaciones

La droga más fuerte a la que se enfrenta nuestro país no se vende en callejones oscuros ni se oferta por redes sociales. Tampoco viaja en submarinos desde Centroamérica, ni cruza fronteras oculta en llantas o compartimentos de doble fondo.
Esa droga vive en quienes nos gobiernan. Se llama poder.

Es tan adictiva que puede transformar a un enérgico activista en un cínico ególatra; a un simpático candidato en un tirano irascible. A sus consumidores les provoca sed de halagos, rechazo a la crítica y, con frecuencia, pérdida total del sentido de realidad.

Muy pocos logran resistir sus efectos. La mayoría queda intoxicada por completo. Y lo peor: las nuevas generaciones sufren sus secuelas sin necesidad de probarla directamente.

Quien se sabe poderoso, se sabe impune.

Por eso, el hijo de un ex presidente que predicaba la austeridad republicana puede darse la gran vida en Tokio. Por eso, líderes de Morena como Ricardo Monreal y Mario Delgado pueden vacacionar por Europa hospedándose en hoteles cinco estrellas, mientras repiten el discurso de la moderación que un día enarbolaron.

Morena no es la excepción a la regla. El partido que una vez encabezó quien rechazó el avión presidencial para volar en líneas comerciales, hoy se mueve entre la soberbia, el doble discurso y el cinismo. Sucumbió a la droga que los mexicanos le entregaron en 2018, y que volvieron a recetarle en 2024.

“Golpeteo político”, repiten quienes antes señalaban al poder y ahora están completamente consumidos por él. “Clasismo”, acusan, mientras defienden lo indefendible. Pero no: no hay austeridad si perteneces a la élite política mexicana.

Ni siquiera el llamado de Luisa María Alcalde a no viajar en primera clase ni ostentar lujos tiene efectos visibles. Esa cartilla de la mesura que supuestamente heredaron de Andrés Manuel López Obrador fue rápidamente archivada. Porque las normas no escritas del poder -las reales, las de siempre- se imponen a cualquier intento de contención moral.

La Presidenta Claudia Sheinbaum lo resumió con mesura: “Cada persona será reconocida por su comportamiento”. Pero la frase, en los hechos, suena más a resignación que a guía política. Porque como diría el líder moral: sus camaradas tienen otros datos.

Y mientras Morena se consume desde dentro, los escándalos se apilan. Están los casos que incomodan tanto que nadie quiere hablar de ellos, como la relación entre Adán Augusto López y su ex secretario de Seguridad Pública, Hernán Bermúdez Requena, acusado de operar redes de huachicol, narcotráfico y trata. O la insensibilidad brutal de la gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, ante el secuestro y el homicidio de una maestra de 62 años por no pagar “cuota” al crimen organizado.

La droga del poder pega fuerte. Tanto, que las contradicciones del presente serían hoy el discurso perfecto del López Obrador de 2018 para embestir a quienes hoy encumbró cuando denunciaba que el país estaba sumido en “la más inmunda corrupción pública y privada”.
La paradoja no puede ser más cruel: el partido que prometió erradicar los vicios terminó tragado por ellos. Y como toda droga poderosa, el poder no solo arruina a quien lo consume: también deja un país entero con síndrome de abstinencia de justicia, de coherencia y de decencia.

Si Morena no se desintoxica pronto, su caída no será culpa del “golpeteo”, ni de la derecha, ni del clasismo: será obra del mismo veneno que prometieron combatir. Porque en México el problema no es que el poder cambie de manos. El verdadero problema es que el poder, en este país, siempre termina cambiando a quien lo toca.

isaac.deloza@informador.com.mx
 

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