Suplementos
“Vino a los suyos, pero los suyos no lo reconocieron”
Era un pueblo reacio a la gracia, que manifestó su sordera a la llamada de Dios
En este décimo cuarto domingo ordinario del año, el evangelista san Marcos narra una escena en la sinagoga de Nazaret. Reunidos allí como cada sábado, los ojos de todos están puestos allí en alguien al que han visto entre ellos por años y llamado, por lo mismo, Jesús de Nazaret.
Han escuchado un mensaje sublime, que ha brotado del pecho de Jesús; han admirado su sabiduría, su elocuencia; sin embargo, la actitud de todos ha sido no sólo de admiración, tal vez de escepticismo y de crítica negativa. Se preguntaban
“¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y que sabiduría es ésta que le ha sido dada?”
Era demasiado pronto para ser aceptado. Lo admiraron, pero no fueron capaces de ver en Él más allá de sus sentidos, la vista y el oído; permanecieron duros de cerviz como muchos judíos, cerrados a la gracia de la salvación. La fe es la que salva y no hubo disposición interior, no hubo una gracia, no hubo una disposición de fe para reconocer en él al Hijo de Dios, al Señor, al Mesías anunciado por los profetas, anunciado por siglos en el pueblo escogido.
Hasta allí llegaba su información. Era un pueblo reacio a la gracia, que manifestó su sordera a la llamada de Dios. De similar manera se había mostrado ante los mensajeros previos, los profetas.
Han escuchado una sabiduría no oída antes; han sido testigos de algunos milagros y, sin embargo, se resisten a creer, porque esto traería consecuencias a las que no están dispuestos a afrontar.
Creer en Jesús es experimentar a Dios
La resistencia a la Palabra de Dios es el mecanismo de que se ha valido el hombre para no encontrarse con la verdad. Es un recurso defensivo con apariencia --sólo apariencia-- de lo lógico y verdadero, que oculta temor o cobardía de encontrarse consigo mismo.
Esta escena de Nazaret es tipo, es ejemplo de la continua postura del hombre de todos los tiempos y de todas las culturas, cuando no quiere comprometerse.
Se requiere apertura y acogida para hacer un compromiso de fe
Para oír y aceptar la voz de Dios, el nombre del siglo XXI no lo va a encontrar como los nazarenos, un día sábado en la sinagoga.
El hombre de este siglo se pregunta: ¿dónde está Dios?, ¿está fuera del mundo, ¿al margen de la vida cotidiana?, ¿más allá de los hombres y de las cosas?, ¿está en la Iglesia donde ha habido errores y flaquezas?
Pues bien, se encuentra a Dios, y se puede escuchar su voz, no sólo en el silencio y la soledad, donde mucho lo han encontrado, sino en el vocerío de los hombres y en el inevitable ruido de las máquinas, que atormentan, aunque sirven, a los mismos hombres de quienes son hechura.
El hijo de Dios prometió quedarse en medio de nosotros, y la gracia está en saberlo encontrar, en saberlo descubrir. Cristo está en la Iglesia porque es la misma luz que disipó las tinieblas. En la Iglesia-Sacramento se puede ver la luz y escuchar la palabra de Cristo. Los obispos de todo el orbe reunidos en el Concilio Vaticano II, dejaron este pensamiento: “Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo (Concilio Vaticano II) desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia anunciando el Evangelio a todas las criaturas” (Lumen Gentium).
José R. Ramírez Mercado
Han escuchado un mensaje sublime, que ha brotado del pecho de Jesús; han admirado su sabiduría, su elocuencia; sin embargo, la actitud de todos ha sido no sólo de admiración, tal vez de escepticismo y de crítica negativa. Se preguntaban
“¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y que sabiduría es ésta que le ha sido dada?”
Era demasiado pronto para ser aceptado. Lo admiraron, pero no fueron capaces de ver en Él más allá de sus sentidos, la vista y el oído; permanecieron duros de cerviz como muchos judíos, cerrados a la gracia de la salvación. La fe es la que salva y no hubo disposición interior, no hubo una gracia, no hubo una disposición de fe para reconocer en él al Hijo de Dios, al Señor, al Mesías anunciado por los profetas, anunciado por siglos en el pueblo escogido.
Hasta allí llegaba su información. Era un pueblo reacio a la gracia, que manifestó su sordera a la llamada de Dios. De similar manera se había mostrado ante los mensajeros previos, los profetas.
Han escuchado una sabiduría no oída antes; han sido testigos de algunos milagros y, sin embargo, se resisten a creer, porque esto traería consecuencias a las que no están dispuestos a afrontar.
Creer en Jesús es experimentar a Dios
La resistencia a la Palabra de Dios es el mecanismo de que se ha valido el hombre para no encontrarse con la verdad. Es un recurso defensivo con apariencia --sólo apariencia-- de lo lógico y verdadero, que oculta temor o cobardía de encontrarse consigo mismo.
Esta escena de Nazaret es tipo, es ejemplo de la continua postura del hombre de todos los tiempos y de todas las culturas, cuando no quiere comprometerse.
Se requiere apertura y acogida para hacer un compromiso de fe
Para oír y aceptar la voz de Dios, el nombre del siglo XXI no lo va a encontrar como los nazarenos, un día sábado en la sinagoga.
El hombre de este siglo se pregunta: ¿dónde está Dios?, ¿está fuera del mundo, ¿al margen de la vida cotidiana?, ¿más allá de los hombres y de las cosas?, ¿está en la Iglesia donde ha habido errores y flaquezas?
Pues bien, se encuentra a Dios, y se puede escuchar su voz, no sólo en el silencio y la soledad, donde mucho lo han encontrado, sino en el vocerío de los hombres y en el inevitable ruido de las máquinas, que atormentan, aunque sirven, a los mismos hombres de quienes son hechura.
El hijo de Dios prometió quedarse en medio de nosotros, y la gracia está en saberlo encontrar, en saberlo descubrir. Cristo está en la Iglesia porque es la misma luz que disipó las tinieblas. En la Iglesia-Sacramento se puede ver la luz y escuchar la palabra de Cristo. Los obispos de todo el orbe reunidos en el Concilio Vaticano II, dejaron este pensamiento: “Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo (Concilio Vaticano II) desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia anunciando el Evangelio a todas las criaturas” (Lumen Gentium).
José R. Ramírez Mercado