Suplementos
Los elementos de la espiritualidad
El orden de las cosas es fundamental. En primer lugar va: 'si ustedes me aman, y después 'obedecerán mis mandamientos'
En los tres artículos anteriores hemos analizado someramente en qué consiste la espiritualidad cristiana. Vimos que la evolución de la vida en Cristo equivale al desarrollo del amor a Dios y al prójimo, de manera que la siguiente cuestión es en dónde encajan los mandamientos dentro de este panorama. Jesús dijo: “si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Jn 14, 15), pensando que la observancia de sus mandamientos es una parte esencial de su seguimiento.
Y hay que prestar atención a la manera en que está escrito lo que se consigna en el evangelio de san Juan. El orden de las cosas es fundamental. En primer lugar va: “si ustedes me aman”, y después “obedecerán mis mandamientos”; esto es, lo primero es el amor y no al revés: “si obedecen mis mandamientos, me amarán”.
En la espiritualidad cristiana el amor es el motor que impulsa la vida, y no ha de permitirse que ese lugar lo ocupe la ley. La obediencia a los preceptos es una consecuencia del amor y no al revés; obedecer es como canalizar la fuerza obtenida del amor. La vida espiritual es tal, que si el amor no proporciona el impulso de vida, la ley toma su lugar, con lo que ya no se lleva una auténtica vida cristiana, sino que se convierte en un mero legalismo. Dios nos ama y nosotros hemos de pagarle con amor. La ley viene después como expresión de ese amor a Dios que manifestamos haciendo lo que desea que hagamos.
Sin embargo, ha de advertirse que en el cristianismo el amor y la ley van juntos y se necesitan mutuamente (Cfr. Mt 5, 17-20). El amor necesita de la ley, pues ésta establece principios que definen la forma equilibrada de llevar a cabo las acciones humanas --como “el homicidio es malo”, o “el amor es indisoluble”), aplicables en todos los casos relacionados. Y la ley necesita del amor, ya que si aquélla tiene por objeto canalizarlo, cuando el amor no existe no hay nada que canalizar. Ese es el problema con el legalismo: seguir las leyes por sí mismas, sin ningún motivo superior, sin un sentido de trascendencia. Así, si el amor ha muerto o aún no ha nacido, la observancia de la ley es ajena a la fe, lo que hace que la frase evangélica “si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos”, se transforme en “obedezcan mis mandatos aunque no me amen, o como sustitutos de mi amor”. Eso fue uno de los puntos centrales de la pugna entre Jesús y los fariseos.
Conviene hacer notar que si bien los mandamientos están redactados en negativo, son de hecho positivos, pues prohíben actos que son negativos en sí mismos. Mandan que se tenga un amor extremo a Dios y al prójimo, y aseguran eficazmente que la vida entera esté gobernada y dominada por el amor a Dios. Ejercitando este amor, el hombre y la mujer pueden hacerse perfectos --esto es, santos-- en el seguimiento de Cristo, cuyo fin es la salvación y la santidad.
De esta manera, el cristianismo ofrece a toda persona un camino de santidad por medio del estricto apego al doble mandamiento de N. S. Jesucristo: amar a Dios y al prójimo. (Mc 12, 30-31). Este camino está abierto a todos y todas, sea cual fuere su vocación y situación en la vida, y el camino que cada que sigue en el ejercicio del amor es diferente, pues no hay dos vidas iguales y cada quien es único e irrepetible. Podemos decir que hay una espiritualidad básica que no es monástica, ni sacerdotal, ni seglar, sino simplemente cristiana, y toca a cada quien aplicarse a los detalles.
Todos somos llamados a seguir a Cristo hasta el fin, y para lograrlo, sólo los mandamientos son universalmente obligatorios. Esto es, existe una llamada universal (que es lo que significa católica) a la santidad, que el hombre recibe en el bautismo, junto con los dones del Espíritu Santo y la gracia, que le ayudan a responder a ella. Si se trata de un sacerdote, el modo de responder a la llamada diferirá claramente del modo en que responderá un seglar, pero ninguno de los dos es superior al otro. Todos los cristianos pertenecemos al mismo camino, al único y más elevado de todos. Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara@up.edu.mx
Y hay que prestar atención a la manera en que está escrito lo que se consigna en el evangelio de san Juan. El orden de las cosas es fundamental. En primer lugar va: “si ustedes me aman”, y después “obedecerán mis mandamientos”; esto es, lo primero es el amor y no al revés: “si obedecen mis mandamientos, me amarán”.
En la espiritualidad cristiana el amor es el motor que impulsa la vida, y no ha de permitirse que ese lugar lo ocupe la ley. La obediencia a los preceptos es una consecuencia del amor y no al revés; obedecer es como canalizar la fuerza obtenida del amor. La vida espiritual es tal, que si el amor no proporciona el impulso de vida, la ley toma su lugar, con lo que ya no se lleva una auténtica vida cristiana, sino que se convierte en un mero legalismo. Dios nos ama y nosotros hemos de pagarle con amor. La ley viene después como expresión de ese amor a Dios que manifestamos haciendo lo que desea que hagamos.
Sin embargo, ha de advertirse que en el cristianismo el amor y la ley van juntos y se necesitan mutuamente (Cfr. Mt 5, 17-20). El amor necesita de la ley, pues ésta establece principios que definen la forma equilibrada de llevar a cabo las acciones humanas --como “el homicidio es malo”, o “el amor es indisoluble”), aplicables en todos los casos relacionados. Y la ley necesita del amor, ya que si aquélla tiene por objeto canalizarlo, cuando el amor no existe no hay nada que canalizar. Ese es el problema con el legalismo: seguir las leyes por sí mismas, sin ningún motivo superior, sin un sentido de trascendencia. Así, si el amor ha muerto o aún no ha nacido, la observancia de la ley es ajena a la fe, lo que hace que la frase evangélica “si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos”, se transforme en “obedezcan mis mandatos aunque no me amen, o como sustitutos de mi amor”. Eso fue uno de los puntos centrales de la pugna entre Jesús y los fariseos.
Conviene hacer notar que si bien los mandamientos están redactados en negativo, son de hecho positivos, pues prohíben actos que son negativos en sí mismos. Mandan que se tenga un amor extremo a Dios y al prójimo, y aseguran eficazmente que la vida entera esté gobernada y dominada por el amor a Dios. Ejercitando este amor, el hombre y la mujer pueden hacerse perfectos --esto es, santos-- en el seguimiento de Cristo, cuyo fin es la salvación y la santidad.
De esta manera, el cristianismo ofrece a toda persona un camino de santidad por medio del estricto apego al doble mandamiento de N. S. Jesucristo: amar a Dios y al prójimo. (Mc 12, 30-31). Este camino está abierto a todos y todas, sea cual fuere su vocación y situación en la vida, y el camino que cada que sigue en el ejercicio del amor es diferente, pues no hay dos vidas iguales y cada quien es único e irrepetible. Podemos decir que hay una espiritualidad básica que no es monástica, ni sacerdotal, ni seglar, sino simplemente cristiana, y toca a cada quien aplicarse a los detalles.
Todos somos llamados a seguir a Cristo hasta el fin, y para lograrlo, sólo los mandamientos son universalmente obligatorios. Esto es, existe una llamada universal (que es lo que significa católica) a la santidad, que el hombre recibe en el bautismo, junto con los dones del Espíritu Santo y la gracia, que le ayudan a responder a ella. Si se trata de un sacerdote, el modo de responder a la llamada diferirá claramente del modo en que responderá un seglar, pero ninguno de los dos es superior al otro. Todos los cristianos pertenecemos al mismo camino, al único y más elevado de todos. Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara@up.edu.mx