Suplementos
Los discípulos se alegraron cuando vieron al Señor
Como mi Padre me envió, así los envío yo a ustedes
Después de mucho sufrir porque, aunque de lejos --menos Juan-- compartieron los tormentos, las afrentas y la tremenda agonía y la muerte de su Señor, ahora, tras los largos silencios de espera, la misma tarde del domingo los ojos de los apóstoles ya están viendo, resucitado y glorioso, a su Maestro.
Como seis veces les había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección, ahora llenos de alegría lo están contemplando con sus ojos y sus mentes y de nuevo escuchan su voz.
Les mostró las manos y el costado las huellas de la crucifixión, para que no dudaran de que era Él, para quitarles el miedo. Estaban encerrados desde el viernes por miedo a los judíos.
Y luego, como señal de aprecio, de que se hallaba entre sus amigos, los saludó.
“¡La paz sea con ustedes!”
El saludo es un buen deseo para la persona estimada o amada. Jesús, el Verbo de Dios, bajó del seno del Padre al seno de María y nació, y la Madre lo recostó sobre las pajas del pesebre.
El coro celestial, el coro de los ángeles, ante el prodigio de Dios empequeñecido, entonó en coro: “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!”.
Nació el Salvador, el Príncipe de la Paz. Vino a traer la paz, la más bella, la paz del alma. Llega a lo más íntimo del hombre, cuando el hombre está inspirado y movido por el amor.
Es la verdadera paz, no mera ausencia de violencia o de guerra, sino cuando primero se vive la justicia, y más cuando se escala más alto aún: a hacer del amor que trajo Cristo la divisa, el signo del cristiano.
“La paz no es otra cosa que la tranquilidad en el orden”, dijo Santo Tomás de Aparicio.
Como mi Padre me envió, así los envío yo a ustedes
Así manifiesta el misterio de la Iglesia. Esos once apóstoles serán ya pronto, apenas cuarenta días después, los integrantes, los componentes del Reino muchas veces anunciado por el Señor.
Ellos serán los primeros, serán la Iglesia --que quiere decir congregación de bautizados-- que crea en Cristo. Ellos, con sus limitaciones --muy pobres según el criterio de los humanos--, son semilla de mostaza, y de esa semilla nació el árbol corpulento.
Este Domingo de Resurrección, en la Plaza de San Pedro en Roma, el Papa Benedicto XVI desde el balcón y como es costumbre, saludó y bendijo a una multitud, miles y miles de razas y lenguas.
El mensaje en nombre de Cristo fue en más de veinte idiomas, pues el árbol, la Iglesia, es universal --eso significa ser católica--. El Hijo de Dios nació, murió y resucitó por todos y para todos.
“Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo”
El signo de soplar indica transmisión de un poder. En el libro del Génesis también aparece el mismo signo: sobre el hombre hecho de barro, con el soplo de Dios tiene lugar la infusión de vida al primer hombre.
Cristo resucitado les transmite el Espíritu de Dios, los diviniza. No los necesita solamente como meros hombres, sino como hombres consagrados a una misión importante.
Les manda ser testigos “por todo el mundo” de ese acontecimiento histórico, pues ellos estaban presentes cuando su Maestro padeció terribles tormentos, presentes cuando expiró en lo alto de la cruz, y cuando bajaron su cuerpo y lo depositaron en un sepulcro nuevo.
Y como lo vieron, comieron y bebieron con él resucitado y glorioso, tendrán el deber de ser testigos valientes.
El sacramento del orden lo administra el obispo a los hombres elegidos para ir a anunciar el Evangelio y administrar los sacramentos. El obispo impone las manos sobre la cabeza de cada uno de los admitidos, y luego levanta en alto sus brazos e invoca al Espíritu Santo; pide que descienda sobre cada uno de ellos, llamados ungidos y luego enviados para ser testigos, como lo fueron los apóstoles. Y algo muy alto, algo trascendental para la Iglesia. Cristo les transmitió un poder a los apóstoles:
“Aquellos a quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados”
El pecado existe, está presente siempre y en todas partes. Es una dolorosa realidad. No es una simple infracción de la ley divina. Es romper la armonía del plan de Dios. Es enfrentamiento entre el hombre y Dios. Es un gran mal y la causa de todos los males. Todas las desgracias agobiantes han tenido como origen el pecado, o una cadena de pecados. Malicia a veces y flaqueza las más, hacen caer al hombre.
Cristo siempre misericordia, siempre dispuesto al perdón, dejó un gran poder en aquellos once humanos llenos de temor.
Los hizo sus representantes para perdonar, en su nombre, a cuanto pecador se acercara a pedir perdón.
El obispo --que es el sucesor de esos apóstoles--, al administrar el sacramento del orden, transmite palabras de poder a los nuevos sacerdotes; les dice las mismas palabras de Cristo: “A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”.
La Iglesia tiene para bien de todos --porque es Iglesia de pecadores--, el remedio, la salud espiritual en el sacramento de la reconciliación, llamado comunmente la confesión sacramental.
¿Qué sería del pueblo cristiano sin este signo de misericordia?
Un mundo luminoso con Cristo resucitado
La liturgia --culto oficial de la Iglesia-- tiene signos expresivos y culturas bellas tomadas de la Santa Biblia, para motivar a los fieles a vivir una nueva vida, con alegría, con optimismo, en este tiempo de Pascua.
La noche de la Vigilia Pascual, la noche del sábado santo, se enciende el “fuego nuevo”.
Antes el sacerdote oficiante debía sacar chispa golpeando la piedra con un eslabón, y luego se encendían unos leños y se hacían brasas para el incensario. Luego de esas brasas era encendido el cirio. El cirio es la mayor de las velas. Ha de ser de cera “obra de las abejas”.
El cirio permanece todo el año. Representa a Cristo “luz del mundo”,
y luz para dar luz a los recién bautizados y luz para quienes ya cerraron sus ojos a este mundo, para encomendarlos en su viaje a la eternidad.
Mas toda la liturgia de la Paz es una continua llamada a levantar la mirada, levantar el alma hacia lo alto, donde está Cristo vivo y glorioso.
La pascua, cincuenta días, canta el aleluya e invita a caminar alegres porque Cristo es vida.
José R. Ramírez Mercado
Como seis veces les había anunciado su pasión, su muerte y su resurrección, ahora llenos de alegría lo están contemplando con sus ojos y sus mentes y de nuevo escuchan su voz.
Les mostró las manos y el costado las huellas de la crucifixión, para que no dudaran de que era Él, para quitarles el miedo. Estaban encerrados desde el viernes por miedo a los judíos.
Y luego, como señal de aprecio, de que se hallaba entre sus amigos, los saludó.
“¡La paz sea con ustedes!”
El saludo es un buen deseo para la persona estimada o amada. Jesús, el Verbo de Dios, bajó del seno del Padre al seno de María y nació, y la Madre lo recostó sobre las pajas del pesebre.
El coro celestial, el coro de los ángeles, ante el prodigio de Dios empequeñecido, entonó en coro: “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!”.
Nació el Salvador, el Príncipe de la Paz. Vino a traer la paz, la más bella, la paz del alma. Llega a lo más íntimo del hombre, cuando el hombre está inspirado y movido por el amor.
Es la verdadera paz, no mera ausencia de violencia o de guerra, sino cuando primero se vive la justicia, y más cuando se escala más alto aún: a hacer del amor que trajo Cristo la divisa, el signo del cristiano.
“La paz no es otra cosa que la tranquilidad en el orden”, dijo Santo Tomás de Aparicio.
Como mi Padre me envió, así los envío yo a ustedes
Así manifiesta el misterio de la Iglesia. Esos once apóstoles serán ya pronto, apenas cuarenta días después, los integrantes, los componentes del Reino muchas veces anunciado por el Señor.
Ellos serán los primeros, serán la Iglesia --que quiere decir congregación de bautizados-- que crea en Cristo. Ellos, con sus limitaciones --muy pobres según el criterio de los humanos--, son semilla de mostaza, y de esa semilla nació el árbol corpulento.
Este Domingo de Resurrección, en la Plaza de San Pedro en Roma, el Papa Benedicto XVI desde el balcón y como es costumbre, saludó y bendijo a una multitud, miles y miles de razas y lenguas.
El mensaje en nombre de Cristo fue en más de veinte idiomas, pues el árbol, la Iglesia, es universal --eso significa ser católica--. El Hijo de Dios nació, murió y resucitó por todos y para todos.
“Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo”
El signo de soplar indica transmisión de un poder. En el libro del Génesis también aparece el mismo signo: sobre el hombre hecho de barro, con el soplo de Dios tiene lugar la infusión de vida al primer hombre.
Cristo resucitado les transmite el Espíritu de Dios, los diviniza. No los necesita solamente como meros hombres, sino como hombres consagrados a una misión importante.
Les manda ser testigos “por todo el mundo” de ese acontecimiento histórico, pues ellos estaban presentes cuando su Maestro padeció terribles tormentos, presentes cuando expiró en lo alto de la cruz, y cuando bajaron su cuerpo y lo depositaron en un sepulcro nuevo.
Y como lo vieron, comieron y bebieron con él resucitado y glorioso, tendrán el deber de ser testigos valientes.
El sacramento del orden lo administra el obispo a los hombres elegidos para ir a anunciar el Evangelio y administrar los sacramentos. El obispo impone las manos sobre la cabeza de cada uno de los admitidos, y luego levanta en alto sus brazos e invoca al Espíritu Santo; pide que descienda sobre cada uno de ellos, llamados ungidos y luego enviados para ser testigos, como lo fueron los apóstoles. Y algo muy alto, algo trascendental para la Iglesia. Cristo les transmitió un poder a los apóstoles:
“Aquellos a quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados”
El pecado existe, está presente siempre y en todas partes. Es una dolorosa realidad. No es una simple infracción de la ley divina. Es romper la armonía del plan de Dios. Es enfrentamiento entre el hombre y Dios. Es un gran mal y la causa de todos los males. Todas las desgracias agobiantes han tenido como origen el pecado, o una cadena de pecados. Malicia a veces y flaqueza las más, hacen caer al hombre.
Cristo siempre misericordia, siempre dispuesto al perdón, dejó un gran poder en aquellos once humanos llenos de temor.
Los hizo sus representantes para perdonar, en su nombre, a cuanto pecador se acercara a pedir perdón.
El obispo --que es el sucesor de esos apóstoles--, al administrar el sacramento del orden, transmite palabras de poder a los nuevos sacerdotes; les dice las mismas palabras de Cristo: “A quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados”.
La Iglesia tiene para bien de todos --porque es Iglesia de pecadores--, el remedio, la salud espiritual en el sacramento de la reconciliación, llamado comunmente la confesión sacramental.
¿Qué sería del pueblo cristiano sin este signo de misericordia?
Un mundo luminoso con Cristo resucitado
La liturgia --culto oficial de la Iglesia-- tiene signos expresivos y culturas bellas tomadas de la Santa Biblia, para motivar a los fieles a vivir una nueva vida, con alegría, con optimismo, en este tiempo de Pascua.
La noche de la Vigilia Pascual, la noche del sábado santo, se enciende el “fuego nuevo”.
Antes el sacerdote oficiante debía sacar chispa golpeando la piedra con un eslabón, y luego se encendían unos leños y se hacían brasas para el incensario. Luego de esas brasas era encendido el cirio. El cirio es la mayor de las velas. Ha de ser de cera “obra de las abejas”.
El cirio permanece todo el año. Representa a Cristo “luz del mundo”,
y luz para dar luz a los recién bautizados y luz para quienes ya cerraron sus ojos a este mundo, para encomendarlos en su viaje a la eternidad.
Mas toda la liturgia de la Paz es una continua llamada a levantar la mirada, levantar el alma hacia lo alto, donde está Cristo vivo y glorioso.
La pascua, cincuenta días, canta el aleluya e invita a caminar alegres porque Cristo es vida.
José R. Ramírez Mercado