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Los designios de Dios
El hombre fluye como fluye el tiempo. El hombre pasa como pasa el tiempo
El hombre fluye como fluye el tiempo. El hombre pasa como pasa el tiempo. Cada vida tiene el mismo signo del tiempo. Y en el tiempo se fueron, se han ido, los mismos que en el tiempo llegaron.
Los de ahora partirán y también los venideros. Venir es empezar y luego caminar, porque ya nacer es el inicio de morir.
El paso por el tiempo es el paso de las cuatro estaciones: las alegrías, las ilusiones, las flores de la juventud, primavera florida; frutos maduros en abundancia, o pocos, en el claro sol del medio día del verano; declina la vida en los días apacibles de reposo, de recuento en la madurez de otoño; y llegado el invierno, no regalo para muchos, es el tiempo de la sabiduría, de la comprensión, de la aceptación... y también de recuerdos amargos. Mas todo pasa como las nubes, como las olas, como los vientos, como los días.
Cada quien su vida, Dios en todos
Dios no está ni ausente, ni es insensible, ni ajeno a la vida de cada de uno de esos seres humanos. Está en cada uno y en todos. En este siglo de la globalización, de la masificación, del anonimato, todo eso es inalcanzable para la mirada y el pensamiento del hombre, pequeño --apenas una “caña pensante”-- y limitado en su tiempo, en su espacio y en la capacidad personal.
Mas la mirada de Dios es telescopio y microscopio a la vez, ve y ama a todos y cada uno con su poder infinito, con su amor infinito.
Dios, presente en África del Sur, abarca con su mirada a cada uno de esos enardecidos en las tribunas; a cada uno de esos sin paz, sin quietud, enfebrecidos por algo tan pequeño como el rodar de una pelota en un breve espacio verde, con dos docenas de hombres dizque jugando; tal vez en una niñez no superada y nimados por multitudes, con una pasión sin razón y sin un fin determinado para algún beneficio de la humanidad. Y aunque los millares de ojos están encandilados por el señuelo de los espectáculos, Dios está allí con ellos y para ellos y con todos los que son obra de sus manos, obra de su amor.
Para Dios no hay ideas universales como para el hombre, Dios ve y ama a cada uno de nosotros.
Dios, creador del cielo y la tierra, de todo lo visible y lo invisible
Isaac Newton, genio de la física y de la astronomía, escribió: “Este elegantísimo sistema del sol, los planetas y los cometas, sólo puede originarse en el consejo de un ser inteligente y poderoso”.
Y los astrónomos de la actualidad, familiarizados y asombrados ante la muralla del cosmos, tienen una firme convicción: “Mientras más se dilata el mundo, más se dilata nuestra idea de Dios. Dios es creador de las bacterias, de las partículas nucleares, de las profundidades del psiquismo, de los mundos, de los mundos a millones de distancia de años luz. Es, ahora y siempre, creador”.
Un médico y sabio, Don Gregorio Marañón, así se expresó: “Mi posición ha sido siempre la misma: la razón conduce inexorablemente a Dios”.
Quienes se empeñan en contraponer la ciencia y la fe y hasta las consideran incompatibles, deben saber que no se oponen la una a la otra, pues son complementarias. Se llega a Dios por la razón, porque razonable es que todo efecto requiere una causa: no hay reloj sin relojero, no hay cosmos sin Creador y ordenador; y la fe es una luz, una revelación para la mente y la voluntad aunadas, para aceptar el prodigio revelado.
El hombre, esa contradicción andante
Lo más alto, lo más bello de la obra creadora de Dios, es el hombre. Nada sería este globo de colores, este planeta con sus continentes, sus islas, océanos y mares, si no lo habitara el hombre. El hombre es el rey, el destinado a transformar, embellecer y disfrutar de este paraíso donde ha sido plantado, aunque --ya lo lamenta-- a veces ha destruido lo bello por lograr lo útil.
Y ese rey, ese monarca, es incomprensible, es indomeñable, es misterio porque “cada uno es cada uno”.
El hombre no es obra de los hombres. Ninguna pareja --hombre y mujer-- podrá ufanarse de ser autora de ese pequeño envuelto en pañales y recostado en una cuna. Nadie se atreverá a afirmar como propia iniciativa su llegada de la nada, a la existencia y a la vida.
Es absurdo pensar en quién hizo una solicitud para entrar en el concierto de los seres humanos. “Nadie ha escogido a sus padres, ni su raza, ni el color de su piel, ni su constitución física, ni su temperamento, ni su nada, ni el tiempo, ni el lugar de nacer. Todo ha venido de arriba, del infinito. Ser, nacer, morir, continuar, pensar, sentir, todo entra en una sola idea. He sido sacado de la nada a la existencia y a la vida, y aquí estoy por un decreto superior. A alguien le debo la vida: a Dios le debo la vida”.
En la Biblia, en el segundo libro de los Macabeos, una madre con gran valentía, sublime ejemplo de heroísmo, anima a sus siete hijos a ser firmes ante el martirio: “Exhortaba a cada uno en su lengua patria, llena de arrojo varonil, les decía: ‘Yo no sé cómo apareciste en mi seno, ni yo os he hecho don del espíritu y de la vida; tampoco he ordenado la armonía de los miembros de cada uno’”. (2 Mac. 7, 22).
Cada hombre tiene una función, un destino
Antes de que el muchacho o la muchacha se acerquen a una ventanila de una Universidad para iniciar una carrera profesional, todos ya mucho antes traen la inquietud de encontrar su quehacer en el mundo. Los hombres son libres y toman las decisiones, ponen en práctica su pensamiento y su acción hacia donde van su capacidad y sus intenciones.
En cristiano, a esto se le llama vocación --llamamiento--. No en el sentido restringido a la vida sacerdotal o religiosa, sino con amplitud de miras y con la figura creada y empleada por San Pablo de la Iglesia: un cuerpo único, con la diversidad de miembros, distintos carismas y distintas funciones cada cristiano; porque está bautizado, tiene un lugar en el cuerpo de la Iglesia, tiene una vocación.
Un buen número de los alumnos del Seminario dejan un día ese nido y salen, se echan a volar. Fueron llamados, pero no escogidos, y afuera han de encontrar, y encuentran, su vocación --no sacerdotal--; mas también esa vocación requiere respuesta.
En toda vocación para cualquier estado dentro de la comunión de la Iglesia, siempre la iniciativa viene de Dios, no han de ser los hombres los opresores. Allí debe manifestarse la sabiduría de los padres de familia, para no forzar a sus hijos a seguir determinado estilo de vida; orientarlos, eso sí, para luego “dejarlos ser”. Cada ser humano, y en la Iglesia cada creyente, ha de responderle al Señor como le respondió Saulo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”.
Para seguir a Cristo, ser libres
En este domingo décimo tercero ordinario del año, San Lucas, en el capítulo décimo de su evangelio, presenta tres breves acontecimientos en la vida pública del Señor Jesús. Ante el llamamiento a seguir a Jesús, ninguno de tres jóvenes fue valiente: Uno dijo: “Te seguiré a dondequiera que vayas”. En su mente traía el pensamiento falso de un Mesías con poder, con ventajas materiales. La respuesta de Cristo fue un chorro de agua fría: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”.
A otro le dijo: “Sígueme”. Pero él le respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. No fue capaz. Tal vez la engañosa manía de confundir el amor filial con sus intereses personales, con el egoísmo, no le permitió ser libre. No desautoriza la acción de enterrar a sus muertos, sino más bien no es buena esa actitud de “dar largas” al llamamiento de Dios.
Así como quienes sí quieren convertirse, pero ya cuando no le pueden dar la carne a la carne. Una conversión aplazada, y ésta muchas veces no llega.
Renunciar a lo secundario para conseguir lo principal
El otro joven le dijo: “Te seguiré, pero déjame primero despedirme de mi familia”. Seguir a Jesús --ir con Él, caminar con Él-- debe ser una respuesta pronta, alegre, generosa. Ser libre es amar. El joven no tuvo un verdadero amor. Dividido, fragmentado, tenía su corazón en múltiples amores; defendiendo quizá su propia conciencia, confundía las pasioncillas y su inconfesable egoísmo con el por él llamado deber.
La verdadera libertad es auténtica en la severa jerarquización de los valores, y en la senda para escalar hasta la cumbre es indispensable despojarse antes del lastre del peso inútil. Así enseña San Juan de la Cruz en la “Subida al Monte Carmelo”, en donde inicia con la “vía purgativa” como primera tarea purificadora para poder subir “libres de equipaje” al encuentro de Cristo.
José R. Ramírez
Los de ahora partirán y también los venideros. Venir es empezar y luego caminar, porque ya nacer es el inicio de morir.
El paso por el tiempo es el paso de las cuatro estaciones: las alegrías, las ilusiones, las flores de la juventud, primavera florida; frutos maduros en abundancia, o pocos, en el claro sol del medio día del verano; declina la vida en los días apacibles de reposo, de recuento en la madurez de otoño; y llegado el invierno, no regalo para muchos, es el tiempo de la sabiduría, de la comprensión, de la aceptación... y también de recuerdos amargos. Mas todo pasa como las nubes, como las olas, como los vientos, como los días.
Cada quien su vida, Dios en todos
Dios no está ni ausente, ni es insensible, ni ajeno a la vida de cada de uno de esos seres humanos. Está en cada uno y en todos. En este siglo de la globalización, de la masificación, del anonimato, todo eso es inalcanzable para la mirada y el pensamiento del hombre, pequeño --apenas una “caña pensante”-- y limitado en su tiempo, en su espacio y en la capacidad personal.
Mas la mirada de Dios es telescopio y microscopio a la vez, ve y ama a todos y cada uno con su poder infinito, con su amor infinito.
Dios, presente en África del Sur, abarca con su mirada a cada uno de esos enardecidos en las tribunas; a cada uno de esos sin paz, sin quietud, enfebrecidos por algo tan pequeño como el rodar de una pelota en un breve espacio verde, con dos docenas de hombres dizque jugando; tal vez en una niñez no superada y nimados por multitudes, con una pasión sin razón y sin un fin determinado para algún beneficio de la humanidad. Y aunque los millares de ojos están encandilados por el señuelo de los espectáculos, Dios está allí con ellos y para ellos y con todos los que son obra de sus manos, obra de su amor.
Para Dios no hay ideas universales como para el hombre, Dios ve y ama a cada uno de nosotros.
Dios, creador del cielo y la tierra, de todo lo visible y lo invisible
Isaac Newton, genio de la física y de la astronomía, escribió: “Este elegantísimo sistema del sol, los planetas y los cometas, sólo puede originarse en el consejo de un ser inteligente y poderoso”.
Y los astrónomos de la actualidad, familiarizados y asombrados ante la muralla del cosmos, tienen una firme convicción: “Mientras más se dilata el mundo, más se dilata nuestra idea de Dios. Dios es creador de las bacterias, de las partículas nucleares, de las profundidades del psiquismo, de los mundos, de los mundos a millones de distancia de años luz. Es, ahora y siempre, creador”.
Un médico y sabio, Don Gregorio Marañón, así se expresó: “Mi posición ha sido siempre la misma: la razón conduce inexorablemente a Dios”.
Quienes se empeñan en contraponer la ciencia y la fe y hasta las consideran incompatibles, deben saber que no se oponen la una a la otra, pues son complementarias. Se llega a Dios por la razón, porque razonable es que todo efecto requiere una causa: no hay reloj sin relojero, no hay cosmos sin Creador y ordenador; y la fe es una luz, una revelación para la mente y la voluntad aunadas, para aceptar el prodigio revelado.
El hombre, esa contradicción andante
Lo más alto, lo más bello de la obra creadora de Dios, es el hombre. Nada sería este globo de colores, este planeta con sus continentes, sus islas, océanos y mares, si no lo habitara el hombre. El hombre es el rey, el destinado a transformar, embellecer y disfrutar de este paraíso donde ha sido plantado, aunque --ya lo lamenta-- a veces ha destruido lo bello por lograr lo útil.
Y ese rey, ese monarca, es incomprensible, es indomeñable, es misterio porque “cada uno es cada uno”.
El hombre no es obra de los hombres. Ninguna pareja --hombre y mujer-- podrá ufanarse de ser autora de ese pequeño envuelto en pañales y recostado en una cuna. Nadie se atreverá a afirmar como propia iniciativa su llegada de la nada, a la existencia y a la vida.
Es absurdo pensar en quién hizo una solicitud para entrar en el concierto de los seres humanos. “Nadie ha escogido a sus padres, ni su raza, ni el color de su piel, ni su constitución física, ni su temperamento, ni su nada, ni el tiempo, ni el lugar de nacer. Todo ha venido de arriba, del infinito. Ser, nacer, morir, continuar, pensar, sentir, todo entra en una sola idea. He sido sacado de la nada a la existencia y a la vida, y aquí estoy por un decreto superior. A alguien le debo la vida: a Dios le debo la vida”.
En la Biblia, en el segundo libro de los Macabeos, una madre con gran valentía, sublime ejemplo de heroísmo, anima a sus siete hijos a ser firmes ante el martirio: “Exhortaba a cada uno en su lengua patria, llena de arrojo varonil, les decía: ‘Yo no sé cómo apareciste en mi seno, ni yo os he hecho don del espíritu y de la vida; tampoco he ordenado la armonía de los miembros de cada uno’”. (2 Mac. 7, 22).
Cada hombre tiene una función, un destino
Antes de que el muchacho o la muchacha se acerquen a una ventanila de una Universidad para iniciar una carrera profesional, todos ya mucho antes traen la inquietud de encontrar su quehacer en el mundo. Los hombres son libres y toman las decisiones, ponen en práctica su pensamiento y su acción hacia donde van su capacidad y sus intenciones.
En cristiano, a esto se le llama vocación --llamamiento--. No en el sentido restringido a la vida sacerdotal o religiosa, sino con amplitud de miras y con la figura creada y empleada por San Pablo de la Iglesia: un cuerpo único, con la diversidad de miembros, distintos carismas y distintas funciones cada cristiano; porque está bautizado, tiene un lugar en el cuerpo de la Iglesia, tiene una vocación.
Un buen número de los alumnos del Seminario dejan un día ese nido y salen, se echan a volar. Fueron llamados, pero no escogidos, y afuera han de encontrar, y encuentran, su vocación --no sacerdotal--; mas también esa vocación requiere respuesta.
En toda vocación para cualquier estado dentro de la comunión de la Iglesia, siempre la iniciativa viene de Dios, no han de ser los hombres los opresores. Allí debe manifestarse la sabiduría de los padres de familia, para no forzar a sus hijos a seguir determinado estilo de vida; orientarlos, eso sí, para luego “dejarlos ser”. Cada ser humano, y en la Iglesia cada creyente, ha de responderle al Señor como le respondió Saulo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”.
Para seguir a Cristo, ser libres
En este domingo décimo tercero ordinario del año, San Lucas, en el capítulo décimo de su evangelio, presenta tres breves acontecimientos en la vida pública del Señor Jesús. Ante el llamamiento a seguir a Jesús, ninguno de tres jóvenes fue valiente: Uno dijo: “Te seguiré a dondequiera que vayas”. En su mente traía el pensamiento falso de un Mesías con poder, con ventajas materiales. La respuesta de Cristo fue un chorro de agua fría: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”.
A otro le dijo: “Sígueme”. Pero él le respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. No fue capaz. Tal vez la engañosa manía de confundir el amor filial con sus intereses personales, con el egoísmo, no le permitió ser libre. No desautoriza la acción de enterrar a sus muertos, sino más bien no es buena esa actitud de “dar largas” al llamamiento de Dios.
Así como quienes sí quieren convertirse, pero ya cuando no le pueden dar la carne a la carne. Una conversión aplazada, y ésta muchas veces no llega.
Renunciar a lo secundario para conseguir lo principal
El otro joven le dijo: “Te seguiré, pero déjame primero despedirme de mi familia”. Seguir a Jesús --ir con Él, caminar con Él-- debe ser una respuesta pronta, alegre, generosa. Ser libre es amar. El joven no tuvo un verdadero amor. Dividido, fragmentado, tenía su corazón en múltiples amores; defendiendo quizá su propia conciencia, confundía las pasioncillas y su inconfesable egoísmo con el por él llamado deber.
La verdadera libertad es auténtica en la severa jerarquización de los valores, y en la senda para escalar hasta la cumbre es indispensable despojarse antes del lastre del peso inútil. Así enseña San Juan de la Cruz en la “Subida al Monte Carmelo”, en donde inicia con la “vía purgativa” como primera tarea purificadora para poder subir “libres de equipaje” al encuentro de Cristo.
José R. Ramírez