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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (08/MAY/2010).- Por los llanos de Jalisco va un perro, negro y flaco, en medio de nada, rumbo a ninguna parte. Aparentemente. En el intransferible mapa del mundo que el perro guarda entre sus magras posesiones, hay una ruta precisa que sus pasos siguen. Determinan su trote un poco cansino las milenarias instrucciones de supervivencia a que atiende, el instinto inmediato que le hace escoger una trayectoria, la imagen del lugar buscado que mantiene su marcha. Agobiado bajo el inmisericorde Sol de mayo, se detiene, la lengua de fuera, bajo un árbol. La difícil fronda de un mezquite derrama su ligera constelación de puntos de sombra sobre el suelo apelmazado y pardo, surcado de delgadas grietas. El que pasa, recargado en el tronco, mira como el costillar del animal se contrae y se dilata al ritmo del esfuerzo acumulado. Sus miradas se cruzan, se reconocen. Ambos saben que toda sombra es pasajera, todo camino es ilusorio, todo encuentro fugaz. A la distancia, un espejismo relumbra entre los huizaches calcinados. La tregua dura unos cuantos minutos. A una llamada que sólo él sabe, el perro endereza su escuálida estampa, ventea el aire pesado, rompe a trotar. Y sigue así completando el mundo con su errancia mínima, humilde, indispensable.   
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Paul Auster, dos al hilo. La lectura continuada de las dos últimas producciones novelísticas del autor norteamericano deja a la vez una sensación de extrañeza y de inevitable reconocimiento del peculiar universo austeriano, estructurado con una prosa eficaz e implacable, con una imaginación poderosa y sutil capaz de encauzar las hipótesis narrativas más improbables dentro de los márgenes de una escritura que discurre con alucinante naturalidad y aparente sencillez. Hombre en la oscuridad vio la luz en 2008, Invisible fue publicada un año después. Quizá las lecciones más agradecibles para Auster provengan de su confesa filiación borgeana. Los transparentes enigmas del autor de Ficciones, su recóndito humor, la densidad poética de situaciones y personajes, no distan mucho del espíritu que conduce las tramas del escritor de Brooklyn. En la primera de las novelas citadas un señor, desde la oscuridad de su insomnio, inventa un mundo paralelo –en el que sucede una segunda guerra civil en Estados Unidos- que se entrelaza con pasmosa habilidad con la ardua realidad del personaje. El relato dentro del relato, la construcción de la aterradora distopía, el juego de espejos caro a Auster, son resueltos con distanciada ironía, con inesperados vuelcos. Breve, concisa, la novela toca los grandes temas y se demora en los particulares dramas de su personaje principal. La tensión se sostiene hasta la última página, acompañada de una profunda y reticente compasión, de una inteligencia narrativa y una gracia que invitan a retomar, circularmente, su lectura.  
La segunda de las novelas, Invisible, sucede en un arco que va de 1967 a 2007. Es la historia, contada desde tres diferentes perspectivas, del aprendizaje sentimental de un joven e incipiente poeta de Nueva York, Adam Walker, y su encuentro con dos intrigantes personajes que habrán de dar un vuelco a su vida. De nuevo, los resortes de la narración borran los límites entre la “verdad” discursiva y la indistinguible “ficción” que se desdobla, entre la memoria y la realidad. El juego de tiempos y visiones es diestro e inusitado, los personajes comportan vastas porciones de ambigüedad y misterio que el lector apenas adivina. Uno de ellos, Rolf, se retira a una remota y diminuta isla del Caribe, pintada con singular maestría. Una casa de piedra sin puertas ni ventanas, que es como una extraña nave en la que un perverso Nemo construye una realidad ominosa y despiadada. Adam Walker habla de sí mismo: “Berkeley, California. Tres años de escuela de Leyes. La idea era de hacer el bien, trabajar con los pobres, los oprimidos, involucrarse con los humillados y los invisibles y ver si podía defenderlos contra la crueldad y la indiferencia de la sociedad norteamericana. ¿Más pretensiosas palabrerías? Algunos pueden pensarlo, pero nunca lo sentí así. De la poesía a la justicia, entonces. Porque el triste hecho persiste: hay mucha más poesía en el mundo que justicia.”
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Las veinticinco horas del programa que Fernando González Gortázar produjo para Radio Unam son otras tantas oportunidades, que a su vez se van multiplicando y bifurcando, para adentrarnos en un paisaje a la vez tan familiar y entrañable como remoto y desconocido: la música popular mexicana del siglo XX. Cancioncitas, se llama la serie. Es una personal y brillante antología que el arquitecto, con erudición, humor y generosidad, realizó. En todo momento está presente, por sobre todo, el gusto por narrar, por volver a oír, por compartir y fijar un patrimonio que parece a veces habérsenos ido entre los dedos. Y que aquí, muy agradeciblemente, recuperamos. Cancioncitas constituye todo un bagaje educativo, una herramienta cultural, un incentivo a la sensibilidad y al placer, que debiera ser ampliamente difundido y utilizado por las autoridades educativas y culturales del país, por el público en general. Y qué gozo reconocer, de repente, canciones que ya no sabíamos que sabíamos, y que devuelven, intacto e inmediato, un precioso paraje de la memoria personal y colectiva, de la música y el ánima que nos supo construir.
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Juan Marsé es –por supuesto- un peso completo de la narrativa española de los últimos cincuenta años. Este espectador mantiene el recuerdo difuso y atormentado de la novela con la que ganó un efímero premio a mediados de los setenta, y que significó su iniciación en la prosa intensa y dúctil del autor catalán. Si te dicen que caí, se llamaba el fragoso tomo. Discurren los años y, pasajeros de los mismos calendarios, la frecuentación de Marsé ha sido una de las señales del tránsito de estas generaciones. Una revisitación a la entrañable Últimas tardes con Teresa vuelve a tocar regiones de la sensibilidad de mediados del siglo pasado cuyas anfractuosidades extienden sus líneas de fuerza hasta hoy. El retrato de Barcelona que los pasos del Pijoaparte, indeleble protagonista de esos años, construyen, es una de las mejores recreaciones urbanas de la literatura contemporánea. La ciudad vista desde las alturas, su imagen ondulando levemente bajo el calor del verano de 1956, sus ramblas y arrabales contados desde la permanente fuga de la trama, sus personajes que componen un fresco minucioso y sumario, todo contribuye a la construcción de un particular e inolvidable universo. Por el que obsesivamente transita, liviana, ajena y artera, Teresa. 

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