Suplementos
Diario de un espectador
No de balde, hay que recordarlo, el querido Álvaro Mutis
"Ningún muro, ningún foso protegía mi habitáculo. La ventana estaba abierta de par en par, al igual que la puerta, para dar la bienvenida al mejor amigo de mis trabajos, el cálido, plácido sol de media tarde, posado sobre la anchura de los campos." De esta manera sitúa el inconmensurable Joseph Conrad el escenario desde el que, hace casi un siglo, echaba una larga mirada retrospectiva a sus trabajos y sus días. No de balde, hay que recordarlo, el querido Álvaro Mutis dice haber devorado toda la obra conradiana; toda, menos un preciso volumen, que guarda el poeta colombiano "para sus últimos días" (que este espectador espera sean muy distantes). 97 años después, una tarde discurre bajo una latitud que Joseph Conrad nunca conoció.
Se habría sorprendido, quizá, de la dulzura insólita que el aire –a estas alturas de la estación- sabe traer a esta terraza, de las sombras benignas que suben por los muros cubiertos de una vegetación entusiasta y agradecida. (Y de la luna que juega jai-alai con una estrella.) De la devoción con la que se copian ahora estos renglones:
"A medida que transcurren los años y el número de páginas escritas crece a buen ritmo, también crece en intensidad la convicción de que solamente es posible escribir para los amigos."
**
Los trenes del Japón. Debe hacer ya una veintena de años que apareció por aquí un japonés muy amable del que nunca se supo bien a bien qué andaba haciendo. Sin duda, no era un turista: tomaba aplicadas notas en momentos inesperados, se asombraba convenientemente de lo que le parecía adecuado, se expresaba en un inglés más que aproximativo y con precisos y corteses ademanes. Algo tenía que ver con los trenes. A partir de su visita, empezaron a llegar unas modestas hojas a manera de "newsletter", escritas en japonés, e incorporando gráficas abstrusas y algunas imágenes de trenes nipones. Años después, las hojas engrapadas se convirtieron en una sencilla revista en blanco y negro, siempre en japonés.
Poco a poco, creció la afición a considerar con cuidado la catadura de locomotoras y vagones, la robusta condición de los puentes, la accidentada ruta que debía seguir el expreso que va de Hakata a Tokio. Siguió el progreso editorial y la publicación luego apareció en color, y en inglés (con misteriosos encartes en japonés). De esta manera, se podía uno adentrar en cuestiones apasionantes como los diversos sistemas de frenado de los convoyes o la evolución de las tablas de horarios a partir de la introducción de los ferrocarriles en el país del sol naciente.
Ahora el placer se ha superado. El cartero acaba de aparecer con su silbato y un voluminoso sobre mandado por el persistente oriental. Es un considerable libro que se llama Operadores ferroviarios en el Japón. Ha sido publicado por la Fundación Cultural Ferroviaria del Este del Japón. Un recorrido al vuelo permite comprobar, con delectación, la amplia panoplia de locomotoras que recorren el país. Las hay de una sofisticación pasmosa, con pretensiones aerodinámicas dignas de un coche Fórmula Uno.
Otras en cambio tienen la rotunda estética de una tira de pan bimbo. Y en los intermedios se encuentra para todos los gustos. Hay diseños difíciles de descifrar: ¿para qué quiere una máquina coronada por una burbuja de plexiglás en donde va el maquinista con vista panorámica tener una puerta como de bungalow abajo y al frente? Hay unos minibuses anfibios: levantan las llantas, sacan otras de fierro y se van por la vía. Hay un tren que levita seis milímetros y corre muy recio. Hay unas máquinas que tienen, apropiadamente, los ojos extremadamente jalados y son amarillas. Varias otras parecen tener el principio formal del supositorio. Distintos modelos de los "trenes flor" tienen motivos alusivos y corazoncitos como de calandria tapatía; el modelo 1985 es morado cambuble. Los trenes de cable de Kintetsu Ikoma tienen, en pronunciado relieve, cara de ositos con grandes anteojos. Los nipones ferroviarios progresan una barbaridad. Total, el ya lejano visitante sigue mandando su bienvenida información.
**
Inevitable. Hablar de Conrad y no acordarse del poema de Borges. A través de los años, estos cuartetos han visitado estas páginas más de una vez. Pero el más elemental placer del texto hace regresar a la cadencia cansina del porteño, quien en 1925 –un año después de la muerte de Conrad- publicó estos versos en Luna de enfrente. Asombra comprobar como, en unas cuantas imágenes deslumbrantes, el poeta logra convocar todo el poderío y el íntegro misterio de la cuidadosa escritura del viejo marino polaco que escogió escribir en inglés. Vuelta, pues, al
Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad
En las trémulas tierras que exhalan el verano,
El día es invisible de puro blanco. El día
Es una estría cruel en una celosía,
Un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.
Pero la antigua noche es honda como un jarro
De agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,
Y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,
El hombre mide el vago tiempo con el cigarro.
El humo desdibuja gris las constelaciones
Remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el primer hombre.
**
Insiste Josef Teodor Konrad Korneziowski: "Y la atención incansable, olvidadiza del propio yo, a cada una de las fases por las que atraviesa el universo, tal como se reflejan en nuestra propia conciencia, bien pudiera ser la tarea que nos haya sido asignada en la tierra. Trátase de una tarea en la que el destino ha tenido a bien implicar única y exclusivamente nuestra propia conciencia, tocada por el don de una voz capaz de dar verdadero testimonio de las maravillas visibles de este mundo, del pánico sobrecogedor, de la pasión infinita y de la serenidad inatacable, de la ley suprema, en fin, del misterio del espectáculo sublime de la vida."
jpalomar@informador.com.mx
Se habría sorprendido, quizá, de la dulzura insólita que el aire –a estas alturas de la estación- sabe traer a esta terraza, de las sombras benignas que suben por los muros cubiertos de una vegetación entusiasta y agradecida. (Y de la luna que juega jai-alai con una estrella.) De la devoción con la que se copian ahora estos renglones:
"A medida que transcurren los años y el número de páginas escritas crece a buen ritmo, también crece en intensidad la convicción de que solamente es posible escribir para los amigos."
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Los trenes del Japón. Debe hacer ya una veintena de años que apareció por aquí un japonés muy amable del que nunca se supo bien a bien qué andaba haciendo. Sin duda, no era un turista: tomaba aplicadas notas en momentos inesperados, se asombraba convenientemente de lo que le parecía adecuado, se expresaba en un inglés más que aproximativo y con precisos y corteses ademanes. Algo tenía que ver con los trenes. A partir de su visita, empezaron a llegar unas modestas hojas a manera de "newsletter", escritas en japonés, e incorporando gráficas abstrusas y algunas imágenes de trenes nipones. Años después, las hojas engrapadas se convirtieron en una sencilla revista en blanco y negro, siempre en japonés.
Poco a poco, creció la afición a considerar con cuidado la catadura de locomotoras y vagones, la robusta condición de los puentes, la accidentada ruta que debía seguir el expreso que va de Hakata a Tokio. Siguió el progreso editorial y la publicación luego apareció en color, y en inglés (con misteriosos encartes en japonés). De esta manera, se podía uno adentrar en cuestiones apasionantes como los diversos sistemas de frenado de los convoyes o la evolución de las tablas de horarios a partir de la introducción de los ferrocarriles en el país del sol naciente.
Ahora el placer se ha superado. El cartero acaba de aparecer con su silbato y un voluminoso sobre mandado por el persistente oriental. Es un considerable libro que se llama Operadores ferroviarios en el Japón. Ha sido publicado por la Fundación Cultural Ferroviaria del Este del Japón. Un recorrido al vuelo permite comprobar, con delectación, la amplia panoplia de locomotoras que recorren el país. Las hay de una sofisticación pasmosa, con pretensiones aerodinámicas dignas de un coche Fórmula Uno.
Otras en cambio tienen la rotunda estética de una tira de pan bimbo. Y en los intermedios se encuentra para todos los gustos. Hay diseños difíciles de descifrar: ¿para qué quiere una máquina coronada por una burbuja de plexiglás en donde va el maquinista con vista panorámica tener una puerta como de bungalow abajo y al frente? Hay unos minibuses anfibios: levantan las llantas, sacan otras de fierro y se van por la vía. Hay un tren que levita seis milímetros y corre muy recio. Hay unas máquinas que tienen, apropiadamente, los ojos extremadamente jalados y son amarillas. Varias otras parecen tener el principio formal del supositorio. Distintos modelos de los "trenes flor" tienen motivos alusivos y corazoncitos como de calandria tapatía; el modelo 1985 es morado cambuble. Los trenes de cable de Kintetsu Ikoma tienen, en pronunciado relieve, cara de ositos con grandes anteojos. Los nipones ferroviarios progresan una barbaridad. Total, el ya lejano visitante sigue mandando su bienvenida información.
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Inevitable. Hablar de Conrad y no acordarse del poema de Borges. A través de los años, estos cuartetos han visitado estas páginas más de una vez. Pero el más elemental placer del texto hace regresar a la cadencia cansina del porteño, quien en 1925 –un año después de la muerte de Conrad- publicó estos versos en Luna de enfrente. Asombra comprobar como, en unas cuantas imágenes deslumbrantes, el poeta logra convocar todo el poderío y el íntegro misterio de la cuidadosa escritura del viejo marino polaco que escogió escribir en inglés. Vuelta, pues, al
Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad
En las trémulas tierras que exhalan el verano,
El día es invisible de puro blanco. El día
Es una estría cruel en una celosía,
Un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.
Pero la antigua noche es honda como un jarro
De agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,
Y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,
El hombre mide el vago tiempo con el cigarro.
El humo desdibuja gris las constelaciones
Remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el primer hombre.
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Insiste Josef Teodor Konrad Korneziowski: "Y la atención incansable, olvidadiza del propio yo, a cada una de las fases por las que atraviesa el universo, tal como se reflejan en nuestra propia conciencia, bien pudiera ser la tarea que nos haya sido asignada en la tierra. Trátase de una tarea en la que el destino ha tenido a bien implicar única y exclusivamente nuestra propia conciencia, tocada por el don de una voz capaz de dar verdadero testimonio de las maravillas visibles de este mundo, del pánico sobrecogedor, de la pasión infinita y de la serenidad inatacable, de la ley suprema, en fin, del misterio del espectáculo sublime de la vida."
jpalomar@informador.com.mx