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Contra el pecado: humildad
Contra los vicios capitales, las virtudes capitales. La primera de ellas, que se opone a la soberbia, es la humildad
Contra los vicios capitales, las virtudes capitales. La primera de ellas, que se opone a la soberbia, es la humildad, por la que se reconoce que todo es un don de Dios y, en consecuencia, el hombre reconoce que de sí mismo sólo tiene la nada y el pecado.
Desde una perspectiva humana la humildad es una virtud de realismo, pues por ella tomamos conciencia de nuestras limitaciones para actuar en consecuencia. En otras palabras, la humildad consiste en saber quiénes y cómo somos. Es un requisito indispensable para el discípulo –en cualquier ámbito–, pues entender y aceptar las limitaciones del propio conocimiento invita a adquirirlo por medio del diálogo con otros, de la reflexión profunda o de la investigación personal.
La mente arrogante cree saber mucho de algún tema y cree que puede emitir juicios válidos cuando apenas tiene conocimientos rudimentarios –a veces ni eso–, con los que alimenta su ilusión de ser superior a los demás; por ejemplo, aquellos quienes opinan sobre el uso de medicamentos, cuando no tienen conocimientos básicos de terapéutica o farmacología. Por otra parte, la persona humilde considera siempre que las experiencias de la vida son oportunidades para aprender, por lo que su mente es receptiva y está dispuesta a escuchar.
La humildad, como conciencia de la falibilidad humana, permite reconocer los errores, con lo cual se facilita el perfeccionamiento. Así, mientras el soberbio pierde el tiempo criticando o tratando de impresionar a los demás, el humilde progresa en su camino evolutivo de progresión física, espiritual, emocional e intelectual, sin temor a recurrir a la ayuda o a la orientación de quienes están más avanzados. El libro de los Proverbios (29, 23) asegura que “El orgullo del hombre causa su humillación, pero el espíritu humilde obtiene el honor”, y afirma que (16, 5) “El Señor aborrece al arrogante, ciertamente no quedará impune”, puesto que por la soberbia se busca la superioridad ante los demás, con las nefastas consecuencias que hemos analizado previamente.
Ciertamente que la humildad, como virtud, es decir como hábito, requiere de práctica constante de actos de humildad. Todos deseamos una palabra de aliento cuando las cosas no van bien; comprensión de los demás cuando, a pesar de la mejor voluntad, nos volvemos a equivocar; necesitamos que se fijen tanto en lo positivo como en los defectos, y que haya un tono de cordialidad en nuestro lugar de trabajo, en la calle y en la casa; que nadie hable mal de nosotros a nuestras espaldas, y que haya alguien que nos defienda cuando se nos critica estando ausentes; que se nos haga una corrección fraterna por lo que hacemos mal, en lugar de comentarlo con terceros.
Estas cosas y otras más semejantes, son las que hemos de hacer con espíritu de servicio y humidad. Las consecuencias de ello serán, siempre, la paz interior y la tranquilidad de conciencia. Y así, “aunque nuestros pecados sean como la grana, blanquearán como la nieve; si fueren rojos cual la púrpura, se volverán como la lana.” (Is 1, 18), pues lo que el Señor quiere “es un espíritu contrito; un espíritu contrito y humillado Dios no lo desprecia” (Sal 50, 19).
Para avanzar en humildad, lo primero es conocerse por medio de una introspección sincera, olvidándose de los demás, pues la responsabilidad por nuestros actos es sólo nuestra. En seguida, hay que aceptarse, en el entendido de que aceptarse no es resignarse; si se aprende a conocer las debilidades y defectos, es para combatirlos y superarlos. El siguiente paso es el olvido de uno mismo. La soberbia lleva al egocentrismo, por lo que debe salirse de ello.
Lo que se gana al llegar a esta etapa es el santo abandono que hace que las cosas que acurren, tristes o alegres, ya no preocupan, sino sólo ocupan. Además, se está en condiciones de llegar al verdadero amor, fuente de trascendencia y felicidad, porque al matar el egoísmo se puede vivir el amor. Aquí sólo hay dos opciones: el amor mata al egoísmo, o el egoísmo mata al amor.
Quien lucha por ser humilde no busca elogios ni alabanzas, porque su vida es plena, y, cuando llegan, procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La vida cristocéntrica auténtica conduce a escuchar a Jesús, que nos dice: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”. (Mt 11, 29) Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara(arroba)up.edu.mx
Desde una perspectiva humana la humildad es una virtud de realismo, pues por ella tomamos conciencia de nuestras limitaciones para actuar en consecuencia. En otras palabras, la humildad consiste en saber quiénes y cómo somos. Es un requisito indispensable para el discípulo –en cualquier ámbito–, pues entender y aceptar las limitaciones del propio conocimiento invita a adquirirlo por medio del diálogo con otros, de la reflexión profunda o de la investigación personal.
La mente arrogante cree saber mucho de algún tema y cree que puede emitir juicios válidos cuando apenas tiene conocimientos rudimentarios –a veces ni eso–, con los que alimenta su ilusión de ser superior a los demás; por ejemplo, aquellos quienes opinan sobre el uso de medicamentos, cuando no tienen conocimientos básicos de terapéutica o farmacología. Por otra parte, la persona humilde considera siempre que las experiencias de la vida son oportunidades para aprender, por lo que su mente es receptiva y está dispuesta a escuchar.
La humildad, como conciencia de la falibilidad humana, permite reconocer los errores, con lo cual se facilita el perfeccionamiento. Así, mientras el soberbio pierde el tiempo criticando o tratando de impresionar a los demás, el humilde progresa en su camino evolutivo de progresión física, espiritual, emocional e intelectual, sin temor a recurrir a la ayuda o a la orientación de quienes están más avanzados. El libro de los Proverbios (29, 23) asegura que “El orgullo del hombre causa su humillación, pero el espíritu humilde obtiene el honor”, y afirma que (16, 5) “El Señor aborrece al arrogante, ciertamente no quedará impune”, puesto que por la soberbia se busca la superioridad ante los demás, con las nefastas consecuencias que hemos analizado previamente.
Ciertamente que la humildad, como virtud, es decir como hábito, requiere de práctica constante de actos de humildad. Todos deseamos una palabra de aliento cuando las cosas no van bien; comprensión de los demás cuando, a pesar de la mejor voluntad, nos volvemos a equivocar; necesitamos que se fijen tanto en lo positivo como en los defectos, y que haya un tono de cordialidad en nuestro lugar de trabajo, en la calle y en la casa; que nadie hable mal de nosotros a nuestras espaldas, y que haya alguien que nos defienda cuando se nos critica estando ausentes; que se nos haga una corrección fraterna por lo que hacemos mal, en lugar de comentarlo con terceros.
Estas cosas y otras más semejantes, son las que hemos de hacer con espíritu de servicio y humidad. Las consecuencias de ello serán, siempre, la paz interior y la tranquilidad de conciencia. Y así, “aunque nuestros pecados sean como la grana, blanquearán como la nieve; si fueren rojos cual la púrpura, se volverán como la lana.” (Is 1, 18), pues lo que el Señor quiere “es un espíritu contrito; un espíritu contrito y humillado Dios no lo desprecia” (Sal 50, 19).
Para avanzar en humildad, lo primero es conocerse por medio de una introspección sincera, olvidándose de los demás, pues la responsabilidad por nuestros actos es sólo nuestra. En seguida, hay que aceptarse, en el entendido de que aceptarse no es resignarse; si se aprende a conocer las debilidades y defectos, es para combatirlos y superarlos. El siguiente paso es el olvido de uno mismo. La soberbia lleva al egocentrismo, por lo que debe salirse de ello.
Lo que se gana al llegar a esta etapa es el santo abandono que hace que las cosas que acurren, tristes o alegres, ya no preocupan, sino sólo ocupan. Además, se está en condiciones de llegar al verdadero amor, fuente de trascendencia y felicidad, porque al matar el egoísmo se puede vivir el amor. Aquí sólo hay dos opciones: el amor mata al egoísmo, o el egoísmo mata al amor.
Quien lucha por ser humilde no busca elogios ni alabanzas, porque su vida es plena, y, cuando llegan, procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La vida cristocéntrica auténtica conduce a escuchar a Jesús, que nos dice: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”. (Mt 11, 29) Que el Señor nos bendiga y nos guarde.
Antonio Lara Barragán Gómez OFS
Escuela de Ingeniería Industrial
Universidad Panamericana
Campus Guadalajara
alara(arroba)up.edu.mx