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A Santa Clara... le salió el cobre

Un pequeño rincón de Michoacán se convierte en la cuna de diversas vivencias para todo viajero

GUADALAJARA, JALISCO (21/SEP/2014).- Aunque haya nacido en Asís y haber sido seguidora del santito del lugar, a doña Clara aquí en Michoacán “le salió el cobre”… y de a montones.

Creo que los martillazos que desde tiempos de la conquista han aturdido a todo el pueblo, los ha de seguir oyendo hasta en su misma tumba porque —a querer y sin ganas— el hermoso pueblo tarasco y michoacano en donde a martillazo limpio esculpen en cobre las ollas y peroles, fue bautizado con su nombre: Santa Clara del Cobre. Y aunque alguien lo ha tratado de cambiar por Villa Escalante en honor a un revolucionario del lugar… “Santa Clara del Cobre” se ha de llamar… salvo que a alguien más costumbrista y menos religioso se le ocurra ponerle “El Cobre de Pito Pérez” o algo parecido, en honor al famoso personaje de José Rubén Romero que se subía al campanario -literalmente pito en mano- para dar serenata a toda la población con su pitito de carrizo.

El pito de Pito es el ícono de la población y muy venerado en todo el pueblo. Las fotos más vendidas en tortillerías, abarroteras y “tiendas de prestigio”, son las del campanario a donde Pito se subía a tocar su pito. Así es que sin duda alguna, el pito de Pito es la figura más preciada del lugar.

El taca, taca aturdidor, es el sonido martillante y metálico que sale de cada casa. El taca, taca intenso de los mazos que golpean el metal rojizo todavía caliente para darle forma, se mezcla con el de los fuelles de la fragua que agregan sus bufidos al concierto destemplado. Amarillos y naranjas iluminan la negrura del contexto. Los destellos del crisol ardiente hacen que los torsos sudorosos se vuelvan también de cobre. La vida cotidiana de cada casa, convertida desde el amanecer en un taller, es un espectáculo en pequeño de las luces y sonidos del antiguo pueblo tarasco.

Las señoras llevan tortillas, frijoles y un poco de carnitas enchilosas a los sudorosos y tiznados trabajadores para calmar su hambre; mientras de los fogones van saliendo —como si fuera del mismo infierno— las humeantes piezas que con infinitos golpes de martillo y mucho arte serán exhibidas como joyas en los portales de las casas.

Arte en unos y arte en las otras: “Tanto monta, monta tanto” dice un dicho sabio. Tanto mérito tienen los artesanos como las mujeres que los apoyan. Mérito de ambos son las artesanías de cobre que se producen en este tranquilo pueblo casi en las orillas del Lago de Pátzcuaro.

En aquellos tiempos, mucho cobre salía de las minas de la región, pero ahora —así es la vida— se usan los desperdicios de chatarra desechados de las producciones de alta tecnología. Pedacera de alambre y láminas de recorte son metidas con cariño y dedicación a los crisoles primitivos para convertirlos —fuego de por medio— golpe a golpe, martillazo tras martillazo, en obras de arte.

Taca, taca suena con esmero el golpeteo. Unos golpean las láminas para darles textura, y otros las aporrean sobre la cabeza de un fierro romo para darles forma. Taca, taca es el ruido ensordecedor y constante en los talleres.

Una grandísima lámina redonda es sacada del fuego vivo entre varios hombres, mientras un verdadero ejército armado con extraños martillos de madera en forma de bastón, se afanan en darle forma. Uno de ellos gira la lámina sobre el molde ardiente mientras los otros, con su continuo golpetear, hacen que aquel sol ardiente tome la forma caprichosa que todos tienen en la mente. ¡Un enorme cazo está naciendo! Golpe a golpe, verso a verso (como la canción) una enorme obra de arte va emergiendo de aquel infierno de fuego y de golpes ¡Maravilla de ingeniería, talento, astucia y arte! 

Habrá que conocer este tranquilo —y ruidoso— pueblo de Michoacán, para que a nosotros “no nos salga el cobre” cuando platiquemos de nuestro bello México (o el de Pito Pérez).

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