México
Temas para reflexionar
No son pocos los escritores posmodernos que se han entregado impunemente a los placeres del destino conceptual y la tiniebla expresiva
Reflexiona el ilustre filósofo José Ortega y Gasset en su libro “La rebelión de las masas”, que la palabra “masa” equivale a vulgo y al que pertenece todo aquél que no se valora a sí mismo, sino que se siente “como todo el mundo”. En nuestros días, el hombre masa se ha instalado en los lugares preferentes, reservados antes para las minorías especialmente calificadas. El hombre selecto no es el pedante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más a sí mismo. Hoy, lo característico es que el alma vulgar que se sabe vulgar, tiene la osadía de reclamar un lugar para la vulgaridad. La masa lo arrolla todo, lo egregio, lo sublime, lo individual. Y esto ya había sucedido en el Imperio Romano, que es la historia de la subversión, del predominio de la masa que absorbió y anuló a las minorías dirigentes. Hoy, el hombre masa, que se ha hecho del derecho de opinar creyendo tener ideas acerca de todas las cosas, impone ciego y sordo sus opiniones.
La Iglesia no tiene derecho a protestar. Porque el hecho es que la Iglesia tuvo a México entero en sus manos durante 436 años, de 1521 a 1857, desde la Conquista hasta la Reforma, sin construir la clase de sociedad que ahora desea, ni corregir los defectos que ya existían y que hasta ahora denuncia. Entonces era la Iglesia la que ponía impedimentos a las libertades, la que no admitía diversidad de pensamiento, menos de palabra y obra, lo que fomentó en el pueblo la sumisión y el miedo a la libertad. ¿O acaso propició en sus años de dominio esos “avances de la democracia” que ahora reclaman los obispos?
No son pocos los escritores posmodernos que se han entregado impunemente a los placeres del destino conceptual y la tiniebla expresiva.
Para muchos gobernantes, las peores insensateces y desvíos se justifican en nombre de la eficacia y del pragmatismo.
No hay creyente más fiel que el que siempre fue descreído.
El voto universal que desde muchos ayeres quedó plasmado en las constituciones que han regido la vida política de México, así como en los países latinoamericanos, dan fe de una democracia mestiza de voto libre y pies descalzos.
En época de elecciones, toda laya de candidatos reeditan las más impresionantes e inverosímiles promesas, mientras hurgan en las cañerías políticas, a ver qué trapos o sábanas sucias pueden sacarle a sus adversarios.
La Iglesia Católica tiene todo el derecho del mundo de pedir a sus fieles que se abstengan de usar otros métodos anticonceptivos que los “biológicos” y que repudien el aborto, y de hacer campañas públicas para que estas prohibiciones se conviertan en leyes; pero no tiene derecho a impedir que los ciudadanos de un país recurran a aquellos usos una vez que la ley los autoriza, ni a desconocer el derecho de aquéllos de movilizarse en favor de su legislación. El conflicto no tiene solución, porque en este caso la ley del César y la ley de Dios se hallan en total entredicho, y porque no se puede pedir a la Iglesia que analice racionalmente preceptos fundamentales y acepte que se someta a deliberación y voto lo que para ella es una cuestión dogmática, un acto de fe.
La Iglesia no tiene derecho a protestar. Porque el hecho es que la Iglesia tuvo a México entero en sus manos durante 436 años, de 1521 a 1857, desde la Conquista hasta la Reforma, sin construir la clase de sociedad que ahora desea, ni corregir los defectos que ya existían y que hasta ahora denuncia. Entonces era la Iglesia la que ponía impedimentos a las libertades, la que no admitía diversidad de pensamiento, menos de palabra y obra, lo que fomentó en el pueblo la sumisión y el miedo a la libertad. ¿O acaso propició en sus años de dominio esos “avances de la democracia” que ahora reclaman los obispos?
No son pocos los escritores posmodernos que se han entregado impunemente a los placeres del destino conceptual y la tiniebla expresiva.
Para muchos gobernantes, las peores insensateces y desvíos se justifican en nombre de la eficacia y del pragmatismo.
No hay creyente más fiel que el que siempre fue descreído.
El voto universal que desde muchos ayeres quedó plasmado en las constituciones que han regido la vida política de México, así como en los países latinoamericanos, dan fe de una democracia mestiza de voto libre y pies descalzos.
En época de elecciones, toda laya de candidatos reeditan las más impresionantes e inverosímiles promesas, mientras hurgan en las cañerías políticas, a ver qué trapos o sábanas sucias pueden sacarle a sus adversarios.
La Iglesia Católica tiene todo el derecho del mundo de pedir a sus fieles que se abstengan de usar otros métodos anticonceptivos que los “biológicos” y que repudien el aborto, y de hacer campañas públicas para que estas prohibiciones se conviertan en leyes; pero no tiene derecho a impedir que los ciudadanos de un país recurran a aquellos usos una vez que la ley los autoriza, ni a desconocer el derecho de aquéllos de movilizarse en favor de su legislación. El conflicto no tiene solución, porque en este caso la ley del César y la ley de Dios se hallan en total entredicho, y porque no se puede pedir a la Iglesia que analice racionalmente preceptos fundamentales y acepte que se someta a deliberación y voto lo que para ella es una cuestión dogmática, un acto de fe.