México
Temas para meditar
Todavía están presentes conflictos de sesgo religioso como los que hace poco devastaron la ex Yugoslavia, o mantienen en perpetua efervescencia a Irlanda del Norte e Israel
Todavía están presentes conflictos de sesgo religioso como los que hace poco devastaron la ex Yugoslavia, o mantienen en perpetua efervescencia a Irlanda del Norte e Israel. Desde el punto de vista de los orígenes, la doctrina y la tradición, no hay religiones modernas y primitivas, flexibles e inflexibles, democráticas y autoritarias.
Todas, incluido el benigno budismo, son dogmáticas y autosuficientes, convencidas de poseer la verdad absoluta y la autoridad moral necesaria para imponerla a los demás, aun con derramamiento de sangre.
Si la religión católica ha dejado de mandar herejes a la hoguera, y las tenazas y parrillas del Santo Oficio se han enmohecido, en tanto que, en cierta forma, el fundamentalismo islámico mantiene vivas dichas prácticas y se jacta de ellas sin rubor —como pueden atestiguar los escritores Salman Rushdie y Talima Nasrim—, ello se debe a que, a diferencia de las sociedades musulmanas que siguen siendo profundamente religiosas, las cristianas han experimentado un proceso se secularización —de separación de la religión de la cultura general y del poder político— que ata de pies y manos a la Iglesia y la obliga a actuar ahora dentro de los confines de una legalidad en la que ella puede influir, pero que no dicta ni controla.
Gracias a este largo proceso que comenzó con la Reforma Protestante y que alcanzó una suerte de vértice con la Revolución Francesa, existe el sistema democrático y podemos hablar de una cultura de la libertad.
El controvertido y gran poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, siendo director del periódico “El Imparcial” en los años de la “decena trágica”, recibió en tal diario la visita del usurpador Victoriano Huerta. Al día siguiente hizo el siguiente comentario: “Al retirarse, el señor presidente dejó un perfume de gloria”. En la Rotonda de los Hombres Ilustres donde fue sepultado, a guisa de epitafio está el fragmento de uno de sus poemas:
Lloro, por más que la razón me advierta,
que un cadáver no es trono demolido
ni roto altar, sino prisión desierta.
Para vivir la vida como aventura, reformar la sociedad y cambiar el curso de la historia, no hace falta suprimir la libertad, atropellar las leyes, instalar un poder abusivo, silenciar las críticas y encarcelar y matar al opositor y al disidente.
Un ideal semejante, parece más remoto en estos momentos de desenfrenada proliferación de nuevos himnos y banderas, y de hondas exacerbaciones nacionalistas.
Decía Jorge Luis Borges que la amistad es la forma más misteriosa y generosa del amor.
Siendo joven, se aprende; pero sólo siendo viejo se entiende lo aprendido.
La infalibilidad presidencial ha sido durante muchos años ejercicio cotidiano, permanente. Ningún contrapeso hubo durante décadas a la suprema autoridad. El presidente ha sido símbolo aglutinador, caudillo inmaculado, reflejo viviente de la patria. Jamás se equivocaba porque nadie se lo decía. Él es quien ordena, determina, canaliza, unge, degrada, margina o destierra.
A los hombres con la edad, les crecen tres cosas: las cejas, los pelos en las orejas y la codicia.
Todas, incluido el benigno budismo, son dogmáticas y autosuficientes, convencidas de poseer la verdad absoluta y la autoridad moral necesaria para imponerla a los demás, aun con derramamiento de sangre.
Si la religión católica ha dejado de mandar herejes a la hoguera, y las tenazas y parrillas del Santo Oficio se han enmohecido, en tanto que, en cierta forma, el fundamentalismo islámico mantiene vivas dichas prácticas y se jacta de ellas sin rubor —como pueden atestiguar los escritores Salman Rushdie y Talima Nasrim—, ello se debe a que, a diferencia de las sociedades musulmanas que siguen siendo profundamente religiosas, las cristianas han experimentado un proceso se secularización —de separación de la religión de la cultura general y del poder político— que ata de pies y manos a la Iglesia y la obliga a actuar ahora dentro de los confines de una legalidad en la que ella puede influir, pero que no dicta ni controla.
Gracias a este largo proceso que comenzó con la Reforma Protestante y que alcanzó una suerte de vértice con la Revolución Francesa, existe el sistema democrático y podemos hablar de una cultura de la libertad.
El controvertido y gran poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, siendo director del periódico “El Imparcial” en los años de la “decena trágica”, recibió en tal diario la visita del usurpador Victoriano Huerta. Al día siguiente hizo el siguiente comentario: “Al retirarse, el señor presidente dejó un perfume de gloria”. En la Rotonda de los Hombres Ilustres donde fue sepultado, a guisa de epitafio está el fragmento de uno de sus poemas:
Lloro, por más que la razón me advierta,
que un cadáver no es trono demolido
ni roto altar, sino prisión desierta.
Para vivir la vida como aventura, reformar la sociedad y cambiar el curso de la historia, no hace falta suprimir la libertad, atropellar las leyes, instalar un poder abusivo, silenciar las críticas y encarcelar y matar al opositor y al disidente.
Un ideal semejante, parece más remoto en estos momentos de desenfrenada proliferación de nuevos himnos y banderas, y de hondas exacerbaciones nacionalistas.
Decía Jorge Luis Borges que la amistad es la forma más misteriosa y generosa del amor.
Siendo joven, se aprende; pero sólo siendo viejo se entiende lo aprendido.
La infalibilidad presidencial ha sido durante muchos años ejercicio cotidiano, permanente. Ningún contrapeso hubo durante décadas a la suprema autoridad. El presidente ha sido símbolo aglutinador, caudillo inmaculado, reflejo viviente de la patria. Jamás se equivocaba porque nadie se lo decía. Él es quien ordena, determina, canaliza, unge, degrada, margina o destierra.
A los hombres con la edad, les crecen tres cosas: las cejas, los pelos en las orejas y la codicia.