Viernes, 26 de Julio 2024
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Diario de un espectador

Le Corbusier. Dos libros recientemente aparecidos sobre quien el más célebre arquitecto del siglo XX arrojan nuevas luces sobre una personalidad compleja

Por: EL INFORMADOR

El árbol de la entrada decidió este año perpetuarse a como diera lugar. Con tal propósito preparó una abundante salva de semillas que ahora hacen montoncitos por los rincones del jardín. Su diseño es elemental y extraordinario: un grano de simiente propulsado por un ala hecha de una finísima tela casi intangible. Llegan, estos ingenios, a todos lados; rondan por la casa, se enredan en las plantas, aparecen en los juguetes dispersos. Hay una irreductible voluntad de durar, de proseguir la vuelta de las estaciones, en esta explosión botánica, capaz de generar un verdadero bosque de primaveras-orquídeas. Indiferente al barullo de la ciudad, a las contingencias que aquejan a sus habitantes, el árbol insiste en darnos su tranquilo testimonio: la vida sigue.

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Le Corbusier. Dos libros recientemente aparecidos sobre quien es quizás el más célebre arquitecto del siglo XX arrojan nuevas luces sobre una personalidad compleja, múltiple y contradictoria. Charles-Edouard Jeanneret, ciudadano suizo, nativo de La Chaux-de-Fonds, decidió cambiar su nombre, su nacionalidad y ser francés. Decía detestar su ciudad natal, de relojeros y burgueses convencionales, de sólidos calvinistas. Escogió tempranamente París como su centro de operaciones, y su taller del 35 de la rue de Sèvres llegó a convertirse en una meca para los aprendices de arquitectura de varias generaciones. Por allí pasaron, por ejemplo, el mexicano Teodoro González de León y el colombiano Rogelio Salmona. El primer libro referido se llama Le Corbusier, a life, y es de la autoría de Nicholas Fox-Weber, quien ya había producido con anterioridad una biografía de Balthus. Más copiosa -764 páginas- es la del celebérrimo Le Corbusier, peculiar y combativo nombre que adoptó atribuyéndolo a un lejano antepasado.

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Le Corbusier tardó poco en reconocerse como un “hombre del mediterráneo”. Sin duda es esta matriz cultural la que alimenta muchas de sus más interesantes hechuras. Y contrarresta su pesada herencia calvinista que no deja de traslucirse a lo largo de muchas cosas en su vida. Mientras se afanaba en construir la ciudad de Chandigarh, en la India, regañaba a su mamá por que ésta le reclamaba que el techo de la casa que le había hecho goteaba. El libro incluye una copiosa y más bien enfadosa correspondencia con la dicha señora a la que el arquitecto se dedica a alabar con enjundia y a regañar y tirar netas con parecido afán. Desfila el intrigante personaje que fue su mujer, la monegasca Yvonne Gall, fugazmente Josephine Baker y algunas otras señoras. Las dilatadas rabietas por los trabajos perdidos (el Palacio de las Naciones, la ONU, la UNESCO...) corren parejas con largos años de carencia de chamba, libros y publicaciones a Dios dar, obras extraordinarias y otras estrambóticas, vergonzantes acercamientos con los fascistas, con el régimen de Vichy, coqueteos con los comunistas...su reino por una chamba, parecía ser su divisa.

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Hay, entre tantas cosas, algunas anécdotas memorables. Una señora a la que Le Corbusier había encargado una villa en la Costa Azul le telefonea una mañana para reclamarle airadamente que a su casa (también) se le metía el agua. Interperrito, con sus inseparables anteojotes redondos y su moñito, el arquitecto sale de su despacho, toma el tren, y llega algunas horas más tarde a casa de la señora. Ésta procede a enseñarle inmediatamente un vistoso charco que estaba a medias de su sala. Muy serio, Le Corbusier le pide a la propietaria una hoja de papel. Con toda calma, procede a fabricar un cuidadoso barco. Una vez acabada la artesanía, bota la embarcación a mitad del charco. Ante la mirada incrédula de la señora le dice: “-¿Ya ve usted? Sí funciona.”

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El otro libro es todavía más notable. Y se complementa estupendamente con la biografía, sobre todo cuando se leen al alimón. Se llama Le Corbusier le grand (Phaidon), y el título aplica tanto a la estatura indiscutible del arquitecto del Modulor como al tamaño descomunal del volumen. Es una especie de scrap book muy bien hecho con una apabullante y deslumbrante serie de testimonios gráficos de la vida y la obra del maestro de la rue de Sèvres. (En donde compartía, por cierto, calle con los jesuitas.) El tamaño mismo de ciertas ilustraciones, su calidad de documentos originales, su variedad, su prolijidad, dan razón inédita de la amplitud de los esfuerzos corbusianos, de la ejemplar intensidad con la que acometía la vida, de la inesperada novedad que siguen teniendo muchas de sus obras, de lo fechado y a veces ajado que a estas alturas lucen algunas de sus propuestas teóricas, de lo derivativo y prescindible de casi toda su obra pictórica, de sus insuperables dibujos. Por sobre todo, y volviendo a lo del Mediterráneo, se advierte en sus trabajos una tensión lírica, una libertad formal y una trabajosa y a ratos gozosa sensualidad que marcaron para siempre la historia de la arquitectura. Es difícil apreciar desde estos años la palmaria novedad de ciertas aportaciones tempranas -como el penthouse de los Campos Elíseos para Charles de Beistegui. Y aún, ya en los cincuenta, la fogosa creación de todo un nuevo lenguaje formal para Chandigarh o para la capilla de Ronchamp.

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La azotea de la Unidad de Habitación de Marsella es, en sí misma, una obra maestra. Hay una fotografía que muestra a los niños de la escuelita allí ubicada jugando alborotadamente en el recreo. Al fondo, la gran chimenea emerge como un árbol inmenso; más allá, la cubierta de la sala de deportes tiene el gesto de dos alas. Alrededor, la sierra que bordea Marsella, y del otro lado, el mar. El mar junto al que Le Corbusier edificó su mínima casa de vacaciones, el Mediterráneo que tantas veces lo acogió, le dio sentido y rumbo, y en cuyas olas encontró al fin la muerte en 1965. André Malraux le dedicó estas palabras de despedida: “Peleó sólo por la arquitectura. Con una vehemencia que no sentía para nada más, porque sólo la arquitectura respondía a su apasionada esperanza de lo que puede hacer un hombre.”

jpalomar@informador.com.mx

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