Lunes, 21 de Octubre 2024
Suplementos | Crimen y silencio

Cuento

por: ángel cervantes fuentes ilustración: sofía echeverri

Por: EL INFORMADOR

A los diez años de edad, todo es gusto por las cosas que pasan a tu alrededor, digo esto porque en el verano del 66 fuimos parte de mi familia y yo al pueblo donde nació mi padre, ¡Acatic! La metrópoli de la infancia. Y relataré algo que me dio gusto, por lo menos recordarlo.

Ahí vivían los primos de mi papá, pues sus hermanos habían emigrado a otros lugares del país, mi tía Rafaela era una de las primas de mi padre, su vida se desarrollaba haciendo pie de casa a su hermano, o sea mi tío Nacho, quien vivía trepado en una bicicleta con una enorme parrilla en la parte trasera de la bicicleta, recolectando desperdicios para alimentar a la población porcina que criaba con esmero. Mi tía Rafaela, en otro de los períodos del día, se dedicaba a alimentar y cuidar a lo vecinos de los corrales, era todo un espectáculo verla cuando los alimentaba, pues les hablaba como a seres humanos, los regañaba y los contaba con celo riguroso. En un chiquero, la cerda gigantesca y una ringla de cerditos de leche, que sólo esperaban a que la cerdota se echara en el suelo y todos se abalanzaban a monopolizar una teta para tomar su sagrado alimento.

Yo, ingenuo y curioso, pasaba largas horas observando el itinerario de la tía y de los porcinos por supuesto.
En una de mis excursiones por las porquerizas, observé uno más pequeño que los demás, con una pequeña mancha de color negro en la frente. Era ese puerquito el que más batallaba para conseguir su lugar en la mesa y alimentarse. A mí, algo considerado, se me ocurrió saltar al chiquero, tomar entre mis manos al cerdito y acercarlo a la teta que le correspondía, pero, por más cautela que tuve, la madre despertó y me vio de reojo, pegó un chillido que me ensordeció y se levantó con una facilidad increíble, sin más, se abalanzó contra mí. Aunque espantado, logré correr y brincar la barda que separaba sus dominios de los humanos. Después de escapar de la cerda, volví a la realidad, raspado de los codos y rodillas, y con el corazón a ritmo de zamba atorado en mi garganta.

Con todo y mi susto, salí a la calle y me encontré a mis hermanos. Les platiqué del susto que acababa de pasar y fui tema de burla. Yo esperaba sus consideraciones, pero fue al revés. El percance para ellos sólo fue un comentario; para mí, algo que no se borraría en mucho tiempo.
Las vacaciones siguieron su curso: salíamos al campo, cortábamos flores de San Juan para el arroz con leche que nos preparaba mi madre con mucho esmero para la merienda, íbamos a los gallineros de mi tío Alfredo a recoger los huevos (por cada ciento que colectábamos, nos daban veinte centavos) y después nos íbamos a los charcos de agua zarca que dejaba la lluvia y a mojarnos y sentir la tierra roja y fina en nuestros pies descalzos. Ésta era la infancia en el pueblo de mi padre.

En una ocasión, mi madre tuvo que viajar a Tepatitlán de compras con mi padre, y nos dejaron encargados con mi tía Rafaela. La rutina era la misma, sólo que nos teníamos que hacer a las órdenes de la tía, quien, haciendo honor a la verdad, era un tanto estricta en su proceder y ni qué decir de su amor a Dios y a la Iglesia y entre las obligaciones impuestas por ella, estaba asistir al rosario de las cinco de la tarde. Era un sacrificio enorme aguantar casi una hora de aves marías, padres nuestros y letanía. Ya de tanto oírla, la habíamos modificado: cuando llegaban los rezos a la torre de marfil, nosotros la cambiábamos por torre de control y de ahí en adelante llegaban el arca del tesoro, la pista de aterrizaje, la central camionera… hasta terminar con unas carcajadas que mi tía reprimía con sendos pellizcos y jalones de orejas, pero que sólo nos causaban más risa por más dolorosos que fueran, recibíamos tremendas regañadas casi en silencio, pues pegaba su boca a nuestras orejas y nos maldecía con una vocecilla que taladraba hasta los tímpanos.

Claro estaba que después del rosario no llegaban los premios: nos olvidábamos de los elotes cocidos en la plaza, del dulce de turrón con un chorro de limón y ni qué decir del pan oloroso y recién salido del horno. Tormentosos castigos, pero risas como ésas, imposible olvidarlas.

Un día de mal portancia en el famoso rosario, la tía Rafaela nos castigó enviándonos al corral. No nos importó mucho, Gloria, mi hermana, nos empezó a contar un cuento maravilloso, Tito y yo la escuchábamos atentos… cuando mi estómago reclamó la liberación de los alimentos adquiridos en el día y ya procesados.
—Ya me anda de hacer…
—¿Del uno o del dos? —preguntó Gloria.
—De los dos —contesté con angustia.
—Y aquí no hay escusado —dijo Tito.
—¿Y qué hago??? —pregunté desesperado.
—Pues bríncate la barda y en el otro corral haces —sugirió Gloria— pero vete lejos, para que mi tía no se dé cuenta de que hiciste en el corral, porque si sabe, ya te imaginarás ¡que a lo mejor nos pega!
Ya con las ganas a flor de piel, brinqué la barda. Al pasar por uno de los chiqueros, escuché un chillido que casi hizo que me adelantara en mis propósitos: era la puerca, enorme y enojada, que con mente de elefante creyó que iba por su cría. Corrí y llegué lo más lejos del corral, acompañado por los reclamos de mamá cerda.
Ya en cuclillas, mientras daba inicio al desahogo de mis penas, escuché un ruido descomunal. La puerca había derribado la puerta y marchaba en pos de mi pobre humanidad. Corría veloz en mi busca, lo único que hice, fue enderezarme y ver hacía dónde podía huir, pero las bardas eran altísimas. La cerda estaba cada vez más cerca y el pánico me invadía. Quería gritarles a mis hermanos, pero mi voz ni siquiera llegaba a mi garganta, se ahogaba mucho antes de llegar a la boca, y la cerda cada vez estaba más cerca, era como si un toro de miura viniera en pos del capote, en mi desesperada búsqueda, vi una piedra grande, que apenas cabía en mi mano. La levanté y sin pensarlo dos veces se la lancé con todas las fuerzas que me salieron del cuerpo. La piedra surcó los aires y se incrustó en la frente de la cerda, que tras el impacto se detuvo, dejó de chillar, reculó dos pasos y se quedó sentada en sus cuartos traseros, creí que la había noqueado o al menos asustado, no emitía sonido alguno, sólo estaba ahí, sentadita, con sus ojotes abiertos, sin dejar de mirarme, yo, inmóvil por unos momentos, no sabía qué hacer, decidí caminar hacia un lado, por si decidía embestirme de nuevo, pero ahí seguía estática y mirándome, seguí caminando y arranqué carrera sin voltear. Llegué a la barda, me subí con una agilidad increíble y brinqué, mis piernas volaban, y en unos instantes ya estaba frente a mis hermanos.

— ¿Por qué te tardaste tanto?, creímos que te habías ido hasta la barranca a hacer popo — y soltaron una risa burlona.

Decidí no contar lo de la marrana. Me quedé con mi pánico y mi secreto.
Un rato después apareció mi tía Rafaela y nos dijo que mi madre reclamaba nuestra presencia. Así pasé el resto del día, llegó la noche y a dormir.

Al día siguiente muy temprano, oí ruidos y voces en la casa. Me levanté y le pregunté a mi mamá que a qué se debía tanto alboroto, sólo me contestó que el “Cuilchas” (el matancero del pueblo) tenía que hacer unas carnitas y unos chicharrones, volví a preguntar que por qué las iban a hacer en jueves, si siempre las hacían en sábado o domingo, pero ya no obtuve respuesta, mi madre me regañó y me dijo que no estuviera de preguntón.

Más tarde, en el desayuno, me di cuenta de que habían descubierto que la puerca grande se había salido de su chiquero. “El Cuilchas” decía que se había muerto de gorda, porque si hubiera sido de enfermedad, no se habría quedado sentadita, así que mi tío Nacho y mi tía Rafaela, con tal de no desperdiciar tal cantidad de carne de la difunta puerca, decidieron hacer chicharrones y carnitas para vender.

Por supuesto, a la hora de la comida había sendas cazuelas con carnitas y chicharrones acompañadas de frijoles fritos (con manteca de la puerca muerta) y tortillas recién hechas y chile picoso, todo un acontecimiento en cuestiones culinarias para nuestro pequeño pueblo.

Por un momento pensé en el crimen que había cometido, pero me dije a mí mismo: “Por lo que debes preocuparte es por el montón de huérfanos que dejaste, -el asesinato fue en defensa propia”-.
Después de darme esas explicaciones, no sentí remordimiento alguno y di rienda suelta a mis instintos carnívoros, devorando las evidencias del cuerpo del delito. Dejé los sentimientos para otra ocasión y guardé en silencio mi crimen.

Tapatío

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