Martes, 03 de Diciembre 2024

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Juan Pablo Rosell

Por: EL INFORMADOR

Conocí a Juan Pablo Rosell antes de que naciera mi primer hijo. Gracias a su homeopatía pude parir en tiempo récord y sin dificultades. Daba consulta en casa y preparaba en los intermedios la comida de la familia. Cristina Romo, su esposa, destacada académica del Iteso, viajaba además en esas épocas como directora de una asociación iberoamericana en temas de comunicación. La casa olía a guisos deliciosos y tenía en la antesala una armoniosa colección de jarras. En el consultorio había tomos de historia que Juan Pablo leía entre la ciencia de Hanemann, los pacientes y las carreras a la cocina.

Su muerte me deja un tanto huérfana, y con perdón de Jesús, mi esposo, y de Cristina, un tanto viuda. Ya sé que somos una legión, de tantas que vi llorar, y que Cristina era la única y la consentida, y las demás sólo de título, pero no encuentro mejor forma de decir cuánto siento esta muerte temprana, y a la vez misericordiosa, como lo dijo la misma Cristina en la última de las misas que se celebraron, dado el inhumano pronóstico que esperaba a nuestro amigo que padecía desde muchos años atrás males en sus huesos y que había quedado insensibilizado y prácticamente paralizado a raíz de una caída reciente que le rompió la columna y la médula.

Juan Pablo me recordaba, por su vozarrón y su sentido del humor, y por la pata con que cojeaba, a mi papá. De ahí que me sienta un tanto huérfana. Con él y con Cristina, y su amplia familia, mi esposo, hijos y yo, hermanos, hermanas y muchos amigos, hemos celebrado la amistad desde hace más de 25 años como comensales de cenas, bodas, reuniones para celebrar algo o jugar a las palabras, y de hermosas misas de Navidad, con ponche hecho por ellos.

Les cuento: un día, hacia 1992, le confesé a Rayo mi hermana: “Hay un señor que me tiene fascinada, creo que me he enamorado de él; escribe maravillosamente en el periódico “Siglo 21” una columna con recetas de comida, está casado con una Mercedes y se llama Rafael del Barco”. “Pen..., me contestó muerta de risa la doctora: es Juan Pablo Rosell, que firma con ese seudónimo”. Honesta y culposa al mismo tiempo, pues el amor no se impone ni se evita, corrí a contarle a mi marido y a pedirle permiso a Cristina de seguir amando a su señor. Y por supuesto, se lo confesé después entre risas al mismo sujeto, que me dejó quererlo. Coleccioné sus artículos, que siguieron hasta 2010 en “Público”, y traté de aprender de su sabiduría inteligente y juguetona. Juan Pablo era un hogar ambulante, y, en muchos sentidos, un refugio, una reserva de humanidad. Nunca cociné con mi padre sino al leer cómo él hacía tostadas con el suyo.

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