| Estatuas Por: EL INFORMADOR 25 de enero de 2009 - 23:00 hs Esta mañana tengo una cita con José Pagés Llergo. Hace unos 20 años, poco después de su muerte pronuncié el discurso al develarse su estatua en la Ciudad de México. Hoy colocan la mía junto a la suya, como si el bronce hiciera renacer y prolongara la íntima amistad que nos unió las últimas tres décadas de su vida. Después de largos meses de insistencia, Carlos Hank González y yo lo convencimos de la necesidad de un testamento para tranquilidad de su esposa Beatriz y sus hijos Pepe y Beatriz. Nuestra terquedad y una larga agonía habían vencido su repudio. Esa mañana, cuando llegamos con el notario a su casa de la calle de Emerson, acababa de morir. Nunca vio el documento listo para su firma. Más importante que el contenido de su testamento frustrado es el de su trayectoria personal y profesional. Recojo algunas de las frases que dije hace dos décadas para reconocer con gratitud que si alguna razón justificara el homenaje de hoy, sería lo aprendido a su lado durante el tiempo que colaboré en la revista “Siempre”. Pagés Llergo dio especial dimensión al concepto de la amistad. Lejos de debilitar con ello su valía profesional, le dio el sentido que mantendría a lo largo de toda su vida. Primero fui hombre, luego fui periodista, solía decir, y en esa razón cronológica encontraba justificación a su dogmática lealtad de amigo. Se adelantó a su tiempo: inició y desarrolló un periodismo de opiniones plurales, diversas, contradictorias. Así reunió en las páginas de sus publicaciones a los más prestigiados pensadores y ensayistas de su época, a quienes ambicionaban llegar a una tribuna donde su palabra, además de ser leída, fuera respetada. Pagés Llergo dio a sus colaboradores no sólo la tinta, el papel y los lectores, sino algo más escaso y trascendente: un sentido monolítico de la dignidad. Hizo un periodismo para la inteligencia y para el combate. En respuesta a alguna reacción adversa murmuraba: alguien tiene que decir las cosas. Al recibir en 1983 el Premio de Derechos Humanos René Cassin, Pagés Llergo dictó la mejor lección de periodismo y valor que alguien puede recibir. Parte de aquella confesión: “A ustedes y a mi paz interior debo estas palabras. “Yo coincidí en el tiempo y en el espacio, estuve físicamente presente en una hora sombría de lo que todavía entonces se llamaba humanidad. Fue en 1939, cuando el hombre se asomó al balcón del infinito para presenciar horrorizado la imagen de su propio ser y al reconocerse, huyó avergonzado de sí mismo prisionero de su conciencia. No por abrir heridas dolorosas debemos olvidarlo, porque todo esto ocurrió a la vista del mundo. Pero este reportero, a quien la generosidad de ustedes ha otorgado el premio René Cassin cegados seguramente por su cariño, no denunció, no protestó. Simplemente no se enteró de que vivía en el centro del infierno, y un periodista que carece de sensibilidad y que no está a la altura de su misión en horas definitorias de la historia, no merece el honroso título que ostenta, porque no ha sabido ser solidario con sus semejantes que es, al final de cuentas, el acto fundamental del oficio del hombre”. Si pudiéramos borrar su huella magistral en el periodismo mexicano, esas palabras, ejemplo de honradez y de vida, bastarían para explicar por qué hoy me agobia el honor de ocupar un sitio al lado del maestro. JACOBO ZABLUDOVSKY / Periodista. Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones