Sábado, 18 de Mayo 2024
México | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

Heródoto de Halicarnaso, el llamado padre de la Historia, nunca pensó lo serios y circunspectos que llegarían a ser sus descendientes profesionales

Por: EL INFORMADOR

Heródoto de Halicarnaso, el llamado padre de la Historia (eso lo inventó Cicerón, porque para Aristóteles era un “mitólogo”), nunca pensó lo serios y circunspectos que llegarían a ser sus descendientes profesionales. Él fue más bien algo parecido a un reportero. Vivió allá por el siglo V aC y de sus obras sólo se conservan sus nueve libros llamados colectivamente Las historias, donde con el pretexto de contar las guerras Médicas relata una serie interminable de cosas divertidas.

Poco le importa dejar a medias la genealogía de un rey o el fragor de una batalla si eso le permite platicar cómo viven los lugareños de las más remotas comarcas y despacharse 10 ó 12 páginas en el asunto. La verdad es que no le interesaban tanto las campañas y estrategias de Ciro, de Darío o de Jerjes cuanto las peculiaridades de los distintos pueblos y sus costumbres, lo pintoresco de un paisaje o una población, lo estrafalario de los hábitos de los lugareños... Quién sabe en realidad cuánto haya viajado, pero sus historias dibujan un mundo que se circunscribe, como es lógico, a la ecúmene conocida por los griegos de su tiempo. En Wikipedia se puede ver una ilustración que  reconstruye ese mapa mental de Heródoto, que es una especie de plasta sin contornos claros y que va desde la India en el Oriente hasta las columnas de Hércules en Occidente, y de Etiopía al Sur a las llanuras de la Europa central y Rusia.

Ya desde la antigüedad Heródoto fue acusado de crédulo y fantasioso. A veces trata de ser riguroso hasta cierto punto y, por ejemplo, aclara que no le consta que existan los hiperbóreos, un pueblo que mencionan las leyendas griegas y que como su nombre indica vivían más allá del Norte, en los hielos ignotos. Pero por otro lado no se priva de contar que le dijeron que en algún punto de Libia (para él, Libia es toda el África que va de donde acaba Egipto a Marruecos), más allá de la tierra de los lotófagos (viejos conocidos desde la Odisea), precisamente donde habitan los garamantes, “el ganado camina hacia atrás al pastar. La razón para este curioso hábito se debe a la forma de sus cuernos, que se doblan hacia delante y hacia abajo; eso les impide moverse de frente en forma normal, pues, si lo intentaran, los cuernos se les clavarían en la tierra. Por lo demás son como las reses ordinarias”.

Más lejos, “en la Libia occidental”, además de leones, elefantes y asnos con cuernos, hay “hombres con cabeza de perro, hombres sin cabeza con ojos en los pechos”. Heródoto se apresura a manifestar cierto escepticismo (“no me consta, simplemente repito lo que dicen los libios”), pero no se priva del placer de contarlo.

Su análisis de los acontecimientos políticos no es demasiado profundo, y con mucha frecuencia atribuye guerras, tribulaciones y catástrofes varias a los simples caprichos de los poderosos o a los oráculos de la pitonisa de Delfos, casi siempre mal interpretados y con terribles consecuencias.

En el Renacimiento, junto con tantos autores más, Heródoto fue rescatado del olvido y su obra se hizo popular. Si no es realmente el padre de los historiadores, que cada vez resultan más plúmbeos, sí es, por lo menos, un amable abuelo de gente como Swift, como Münchhausen, como Cyrano de Bergerac (el personaje real, no el de Rostand) y como Julio Verne: una prole mucho más atractiva y divertida.

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