La relación de un hombre con su auto suele alcanzar niveles de novela erótica de Sanborns. Y es que, de alguna manera extraña y un poco retorcida, el auto brinda una libertad y un espacio propio como pocas cosas en la vida. El auto da poder y separa a su propietario de la raza que anda en chato, con la lógica consecuencia de que es más probable que se agarre una morrita, pues el tener que hacer tres trasbordos de camión suele matar al romance – a menos que de plano la pareja ya se traiga hartas ganas, en cuyo caso es igual de probable que acaben en lo más oscuro de un baldío. Fue precisamente por estas y otras razones que Julais estaba renuente a desprenderse de su querido automóvil. Siendo el mejor regalo que le había hecho su padre, tenía ese Mustang 86 desde que era un chaval y, aunque ya cuando se lo dieron estaba medio traqueteado, la relación que tenían estos dos era solo comparable a la que tuvo El Cid con Babieca (caballo que jamás tuvo ningún parentesco con Carmen Campuzano por más que la raza suela afirmar dolosamente lo contrario). Pero en estos tiempos de crisis hay decisiones que escapan de nuestra esfera y hay que tener los pies bien puestos sobre la tierra para enfrentar con valentía el grueso sobre de Banamex donde a uno le acomodan un sabrosísimo sablazo de 38% de CAT. Por ello, y bajo la premisa de que los bienes están para remediar males, Julais por fin comprendió que era necesario deshacerse de tan preciosa prenda para poder liberarse de las cadenas bancarias que lo estrangulaban. Lo único que quería era asegurarse que “El Santo” – así apodaba al flamante Mustang por ser plateado al igual que el mítico luchador – fuera adoptado por una persona que en realidad apreciara el vehículo y no lo customizaran para vender birria afuera del Estadio Jalisco. Dado que el tiempo apremiaba, pues los intereses moratorios no hacen caso de relaciones afectivas, Julais decidió que no había mejor lugar para conseguirle una familia a El Santo que el Tianguis del Automóvil. Sin duda ahí encontraría quien se preocupara por su querido auto. Ese día en la mañana se dedicó a lustrar a El Santo. Se compró todo un kit de limpieza en el súper y se puso a limpiar a fondo a su auto. El Armor All hacía que el auto brillara como una estrella… de alguna manera recordaba las últimas apariciones en escena de Luciano Pavarotti. Julais fue consciente de la similitud al contemplarlo y, enchinándosele la piel, sintió un escalofrío. Casi se podía escuchar al genio de Modena cantar “Tu se´ pagliaccio! Vesti la giubba…”. Ese auto transmitía historia… ese auto transmitía gloria. Lo que más le costó trabajo a Julais fue igualar con grasa de bolear el tono de los asientos de piel que se habían percudido con el paso del tiempo y con los rayos del sol. Y es que, si bien nuestro héroe había tenido la previsión de protegerlos al colocarles sendas playeras de las chivas, no había protegido la sentadera y la diferencia entre ésta y el respaldo era notoria. Si hubiera decidido usar el protector / masajeador que usan algunos taxistas y que es una especie de tapete con bolitas de madera que cubre toda la superficie, otro gallo nos habría cantado. Pues bien, ya cuando la nave estaba como la rosa más temprana, Julais se subió al auto. Acarició con cariño el volante y sintió como la madera – a su forma – le correspondía. Metió la llave con cuidado y la giró para oír rugir al motor. Respiró hondo y partió con rumbo al Tianguis del Automóvil. Al llegar, iba a ingresar pretendiendo superar el inmenso tope con el que tan distinguido lugar recibe a sus visitantes, cuando inmediatamente fue abordado por un sujeto que vestía una camisa de manga corta asatinada con motivos marineros y unos jeans verdes deslavados. Un “¡Frénate gallo!” fue suficiente para que Julais se detuviera a ver qué quería este sujeto que casi ni parecía coyote. Julais detuvo el carro y, obedeciendo las instrucciones del aparente comprador, apagó el motor y abrió el cofre del vehículo. Ahí, a media entrada y valiéndole madre que nadie más pudiera entrar, el coyote inspeccionaba el auto mostrando un claro interés. El coyote se plantó frente al motor del auto y entonces le pidió a nuestro héroe que encendiera el auto con la intención de ver cómo respondía la tecnología de Ford al arranque. Julais se sentó en el asiento del conductor y giró la llave. Inmediatamente sonó una chilladera como si les echaran ácido sulfúrico a cuatrocientas ratas. Julais trató de solucionar rápidamente el problema al girar la llave con mayor violencia pero el resultado fue el mismo solo que el chillido fue más agudo y más sonoro. El Santo, que tantas veces lo había dejado tirado por Camichines a donde iba a visitar a su novia, nuevamente lo traicionaba. Sobra decir que el coyote lo abandonó en menos de lo que canta un gallo y que, aunque con ayuda de un vendedor de tejuino empujó el auto hasta un lote dentro del Tianguis, El Santo quedó apestado cual leproso y no se le acercó nadie en el resto del día. El pago de la grúa se sumó a los múltiples gastos que Julais tuvo que encarar.