Casi todas las carreteras que van por el desierto del Sahara parecen ser para un solo coche, pero son para dos. Y con el espeluznante modo de manejar que tienen los saharauis, además de requerirse nervios de acero, se debe estar atento a dar el volantazo para bajar a la arena las ruedas del lado derecho en el momento en que parece inevitable la colisión. ¡Vaya que son intrépidos estos sujetos! Envueltos en incontables lienzos de tela en cuerpo y cabeza y aferrados al volante, se lanzan obsesionados con la chancla en el acelerador, a defender como si fuera inspiración divina cada centímetro por donde ellos creen que deben pasar.“Voy derecho y no me quito”, es el reglamento de tránsito de la región. El hecho de bajar y subir a la carretera constituía un serio riesgo para las laterales de las llantas de nuestro camión, al rozar contra los bordes afilados del asfalto. En una ocasión tuvimos una ponchadura y fue el momento en donde una cosa insólita nos ocurrió. Nuestro camión era ciertamente monstruoso y las herramientas con las que contábamos eran, por así decirlo, bastante primitivas. La inmensidad del desierto se acentuaba con las ondulaciones de las dunas. El sentimiento de desamparo ante el suceso ponchadura era patente. En un momento dado, tras alguna duna, salió a galope en su camello un beduino envuelto en su túnica azul. Pensando en algún asalto, el susto nuestro no fue menor. Sin embargo, aquel hombre con su piel teñida de azul como la túnica con la que se cubría, haciéndonos caravanas y más caravanas, tomando de nuestro camión las herramientas, ante nuestros ojos atónitos y en medio de gran palabrería con la que parecía expresar un gran contento, procedió a cambiar la llanta. En breves minutos nuestra casa rodante estaba de nuevo en cuatro patas, y el amable beduino azul después de hacer respetuosas caravanas delante de cada uno de nosotros, tocándose el pecho a cada vez, desapareció de nuevo con su camello entre las dunas, habiéndose negado rotundamente a recibir de nuestra parte cualquier clase de recompensa. Nuestro azoro -como comprenderán- fue mayúsculo: Desierto desolado. Llanta ponchada. Beduino aparece. Beduino cambia llanta. Beduino desaparece. Camión camina. Desierto desolado. (…?...) Entre risas de alegría, sobre la arena y en dirección a La Mecca, agradecimos a Alá tan insólito suceso. Kilómetros más tarde, caminando sobre la incipiente carretera… al rebasar una pequeña y larga loma, apareció frente a nosotros nada menos que ¡El Coliseo Romano completito! rodeado de unas pequeñas casitas de adobe, en medio de las bastedades desérticas que hacían resaltar la perfecta y redonda construcción romana ordenada porAdriano bajo el mandato del procónsul Gordiano, nada menos que en el siglo II d.C. ¡Otra sorpresa más que nos brindaba el asombroso desierto del Sahara! ¡Y otra oración a Alá por la nueva aparición! Debo aclarar que nariz y frente, entre tanta oración, ya las traíamos como lija del doble cero (ya ven que entre los musulmanes, entre más te golpees la frente contra el suelo más santo eres) nosotros, siguiendo las costumbres locales, pues duro y duro a topes contra las dunas. El Coliseo que había aparecido ante nosotros era realmente formidable. Y admirable era su estado de conservación. Hasta 35 mil espectadores podía recibir en ese entonces, cuando el lugar, Thysdrus, además de ser una gran polis, era la confluencia de grandes caravanas, todas ávidas de “pan y circo”. Las entradas al gran circo, estaban (dicen) debidamente controladas con las esculturas que había en cada una de ellas, y cuya figura debía coincidir con la marcada en su billete de entrada. O sea que el ordenamiento del todo, coincidía con la sorprendente ingeniería utilizada en la distribución de los espacios inferiores bajo la plaza, por donde se manejaban los sitios en donde eran recluidos fieras y gladiadores. Todos ellos serían conducidos a la palestra por callejones seguros y sin riesgos; tramoya teatral admirable hasta nuestros tiempos. La acústica era así mismo envidiable, ya que, una simple moneda que caía en el estrado, podía escucharse (y actualmente sucede) hasta en las más altas galerías. Muchas cosas más se pudieran hablar de El Djem, pero basta decir que la UNESCO lo tomó como patrimonio de la humanidad en el año de 1979. El Djem es un tesoro más, oculto entre las arenas del Sahara.