Andaría yo apenas remontando el metro de altura y frisando los seis años de edad, cuando no veía el día en que despuntara diciembre para lanzarme a comprar una hoja de papel especial (lino o amartillado, de preferencia), afilar mi lápiz bien puntiagudito, ensayar un rato mi mejor caligrafía e invocar a papá Diosito para que me inspirara las palabras más precisas para entablar un sincero, respetuoso y conmovedor intercambio epistolar con la pequeña deidad a cargo de satisfacer mis modestas peticiones navideñas. Después de todo, se trataba de su divino vástago a quien conocía mejor que yo y, sin duda, no habría mejor consejero para tocar su minúsculo corazón y hacerlo entrar en razón.Ciertamente, como lo sugerían mis hermanas mayores, el primer día de diciembre era muy temprano para empezar a molestarlo con mis requiebros, pero lo que yo deseaba era anticiparme para que nadie me fuera a madrugar las existencias del celestial infante y sobre todo que, como lo había venido haciendo los años anteriores, acabara catafixiándome los objetos deseados por algunos indignos sucedáneos muy distantes a los requeridos. Así que mi secreta esperanza residía en que, con tiempo suficiente y antes de que le entrara la apuración de andar a las carreras, acusara recibo de mi carta y me informara si había interpretado adecuadamente mis requisiciones o si habría necesidad de hacer algunas negociaciones jugueteras que acabaran siendo satisfactorias para ambas partes.Para ello me había yo preparado con asaz antelación, tomando nota de los establecimientos donde expendían lo que le estaba pidiendo, con sus respectivos domicilios, cruce de calles, teléfonos, horarios de atención y hasta precio de cada artículo solicitado. Cualquiera puede entender que, en tiempos sin Google maps, tal información era invaluable porque le ahorraría tres cuartas partes del empeño para el que solo bastaría recoger y pagar para completarlo. Y para el amado retoño del Creador omnipotente y omnipresente se trataba de una misión más que posible y hasta peripatética, pensaba yo.Sonaré malagradecida, pero mis buenos calambres existenciales me llevé, en plena edad de la inocencia, con aquella mona tiesa con chongo de hule y traje de baño pintado, que superaba en tamaño a la miserable carriola que le adjuntaron; con aquel juego de boliche cuyos pinos había que pegar con chicle para que se mantuvieran de pie y era imposible derribarlos con una bola más ligera que una pluma; con un colorido juego de té que solo se podía asir utilizando pinzas de manicure; con una matatena de plástico con pelotita de esponja que rebotaba por doquier, menos por donde debía y con aquel juego de bádminton que aborrecí desde el principio, porque se me fue la vida yendo a recoger un gallito al que nunca golpeé con la raqueta.En sucesivos años, entendiendo que ni Dios padre pudo hacer que su milagroso chiquillo entendiera por las buenas y acatara mis piadosas y sentidas peticiones, me acogí a la buena voluntad de nuevos emisarios, pero mis pliegos dirigidos a Santaclós no mejoraron la calidad de los envíos y las misivas remitidas a los Reyes Magos solo me proveyeron con una docena de calcetines y calzones que no tengo cara para reclamar, porque yo misma les apliqué tal medida a mis chiquillos. De cualquier manera, la Navidad y sus efluvios madrugadores me llenan el espíritu con sentimientos y emociones genuinas, de ésas que cada año espero recibir, aunque no las pida.