Domingo, 12 de Octubre 2025

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¿Qué dijo?

Por: Paty Blue

Por un inédito afán turístico y medio estético, dizque para admirar las sacras pinturas que alberga en su interior, obra de un famoso señor apellidado Cuentas, me fui a meter al populoso templo de la Merced, en el mero centro de Guadalajara. La verdad es que fueron algunas diligencias más profanas las que me urgieron a ocurrir a esa zona de la que las modernas plazas comerciales me han alejado, pero no deja uno de sentir ese orgullito provinciano cuando deambula por un lugar donde, aunque sea de ladito, aprecia el emblema arquitectónico de la ciudad que lo vio nacer (y crecer, y reproducirse y, espero que no muy pronto, pasar a mejor vida).

Andar por esos rumbos me llevó de regreso a la infancia y al recuerdo de las incontables excursiones que emprendí al centro con mi madre, para comprar desde una tela para confeccionarme el mandil del uniforme, hasta un par de medias para ella. El café recién molido, la grenetina y saborizantes para una gelatina, los útiles escolares y hasta la goma verde para mandarnos bien alisaditos al colegio, todo se compraba en el centro y, desde luego, ya andando por esos fueros, mi piadosa mamá aprovechaba la oportunidad de echarse una misa rápida o una confesión exprés en el templo de la Merced, en donde los padrecitos tenían la fama de atender hasta tres penitentes a la vez.

Así que en cuanto traspuse el umbral del sacro recinto, no sin antes prospectar la de guayabas, guasanas y muéganos enmielados que me compraría a la salida, el solo aroma del sitio me trajo de regreso las imágenes de las viejitas rezanderas que entonaban cantos litúrgicos a decibeles obscenos y que, para mi sorpresa, siguen ahí, con sus mismas medias de popotillo, su mandil de cuadritos, su rebozo de bolita, su sonoro tiple intacto y sus mismas pifias prosódicas que, hasta ahora que ya casi paso a ser su coetánea, caigo a la cuenta de las distorsiones verbales que cometían y en las que muchos incurrimos cuando aprendimos el castellano de oídas, sin reparar en el significado de lo que cantábamos en honor a Dios.

No solté la risa descarada, pero ganas no me faltaron, cuando escuché a la anciana que con voz estridente y mucho fervor entonaba “ya se cose el huevo, ya se cose el huevo…”, en lugar del “y acercóse luego” que contiene la compleja sintaxis de una estrofa del himno guadalupano. No me extrañó que, por el mismo fenómeno de la complicación gramatical, el general Masiosare se hubiera convertido en el más conocido de los extraños enemigos, ni que yo misma recitara como perico que había que dar 10 mosiprimicias a la iglesia de Dios amén, o que completara la jaculatoria de “Mi corazón en amarte eternamente se ocupe”, con un sacrílego “y mi lengua en alabarte me arde me arde Guadalupe”.

Pero no fui la única porque, en su propia infancia, mi madre entonaba “Quién es esa estrella que al oso medía”, en honor a la virgencita que, en lugar de guiar a los hombres, se ocupaba de cuantificar el volumen de un plantígrado. Y luego mi sobrino, quien con aquel candor melódico cantaba el villancico de los pastores a Belén, acotando “qué güeva han de traer”, porque nadie le aclaró que debía cambiar la letra g, por una n.

La lista sería interminable y cada familia podría elaborar su propio catálogo de términos sustituidos por barbaridades que malentendemos, pero nunca nos preocupamos por averiguar. De modo que ahora tampoco debí espantarme cuando  constaté que todos mis alumnos universitarios aprendieron y han entonado el Himno Nacional cientos de veces, pero ninguno me supo dar razón de qué es lo que aprestarán cuando les pidan que alisten el “bridón”.

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