Jueves, 22 de Mayo 2025

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Precoz e indigesta

Por: Paty Blue

Todo a su tiempo, todo a su tiempo, recomendaba mi madre en sus vanos intentos por frenar los aceleres existenciales que me llegaban a destiempo y por los que, según decía, terqueaba yo más que una mula prieta. Y es que andaría yo frisando apenas mi primera docena de años, cuando ya demandaba que me hicieran efectivas las prebendas y canonjías que se otorgaban a mis hermanas mayores y que a mí me eran negadas por la escueta y pelada razón de que no tenía edad suficiente para, digamos, usar medias nylon en lugar de tobilleras, o zapatos de tacón bajito, en vez de aquellos horrorosos choclos con cintas o zapatillas con correa y moñito en el empeine.

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Con similar tenacidad esgrimía mi legítimo derecho a explorar mi propio estilo que, desde luego, no incluía seguirme ataviando con vestidos de manguitas bombachas y banda a la cintura que se ataba por detrás, pero sí imponía colorearme la boca y las chapitas o resaltar cosméticamente mis cejas y pestañas. De salir a la nevería con mis amigas o al cine con algún chiquillo que me llenaba el ojo mejor ni hablamos, porque eso equivaldría a la deschavetada pretensión de gestionar legalmente mi tempranera emancipación de quienes no me comprendían ni respetaban mis modos.

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Como quien dice, y decían mis progenitores con mal disimulada resignación, ya me andaba por comerme la lumbre a puños y buenas lágrimas me costó acatar que para todo hay tiempo y que ya llegaría el momento de darle rienda suelta a la convicción y la autodeterminación que desde chiquilla me comenzaron a punzar.

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En definitiva, a las pacientes reconvenciones de mis papás debo la infancia amable y despreocupada que me procuraron y por la que pude alcanzar (y rebasar demasiado rápido) una juventud plena y posterior adultez medianamente equilibrada y sin verme en la necesidad de recostarme en el diván del siquiatra, pero me imbuyeron el feo defecto de observar con atención lo que considero pifias paternas ajenas en el renglón formativo y que, también antes de tiempo, les acarrearán sinsabores que no se remiendan a la antigüita, con un pellizco o coscorrón bien dados.

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No quiero ver, por ejemplo, cómo le andará yendo en unos añitos más a la mamá de la catorceañera con la que eventualmente compartí la mesa frente a sendas manicuristas, cuando sus enérgicas demandas vayan más allá de colocarse unas uñas postizas lo suficientemente largas para que le quepan los dibujos de un murciélago, una calavera, una bruja voladora, dos o tres calabazas y hasta una mansión embrujada. La citada señora, para gusto de su protagónica retoña y disgusto de quienes nos enteramos involuntariamente de sus affaires filiales, no estaba de acuerdo en que la chiquilla se colocara semejantes prótesis por las que su padre aullaría de inconformidad, pero ni tantito empacho mostró al erogar los 500 pesos que costó el operativo.

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La cantaleta reprobatoria duró hasta que la madre, igualmente empeñada en justificar los insignificantes devaneos de su hija, cambió al tema de la exaltación de sus incontables virtudes, a saber: lo adelantada que va en sus clases de danza, la fluidez con que al cabo del primer curso domina el idioma francés, los campeonatos nacionales ganados con su portentosa oratoria y habilidad para debatir, su inenarrable vocación de protectora de animales y promotora de la acción social en asilos de ancianos, su tempranera y decidida convicción de nunca contraer matrimonio, pero sí adoptar una niña de las muchas desprotegidas que hay en el mundo, para irle adosando todos los valores y actitudes que, cuando ni siquiera ha llegado a la edad de las ilusiones, dice que ya se le arraigaron de aquí a la eternidad. Concluí que lo realmente urgente e inaplazable es que a esta mocosa precoz e indigesta es contar con unos preceptores que, lejos de enfatizar y exaltar sus innumerables gracias, le ayuden a entender que todo tiene un tiempo y el suyo no ha llegado.

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