Hace unos días tomé un taxi. El conductor me vio guardar en la mochila un libro que iba a regalarle a mi hija y, luego de romper el hielo con un elogio de mis aptitudes paternas, se sintió en la obligación de darme una conferencia sobre literatura juvenil. “Los libros para jóvenes, por suerte, ya no están hechos por escritores, sino por maestros y ahora sí son útiles para enseñarles cosas a los chamacos”, me dijo. No me bajé del taxi porque debía llegar a un compromiso a tiempo, pero ganas no me faltaron. Huelga decir que lo que el tipo decía era una verdad a medias: miles de escritores siguen haciendo libros enfocados (por ellos o sus editores) a lectores menores de edad y buena parte no son pedagogos ni siquiera a escala amateur. ¿Es un error, en términos estrictamente literarios, que los educadores se involucren en la elaboración de libros al grado de sustituir a quienes “simplemente” los escriben? Me parece discutible, pero imposible no. Es decir, el hecho de que un texto contenga los “valores” que un educador considera apropiados para un chiquillo de cinco, diez o quince años no significa, desde luego, que el resultado de sus empeños resulte legible o interesante. Y de allí la existencia de tantos y tantos libros horrorosos cuyos objetivos no tienen que ver con la estética ni con la diversión, libros sobre la contención de esfínteres, el miedo a tomar el camión o la digestión de un divorcio. Sin embargo, hay que reconocer que desde tiempos inmemoriales muchos cuentos dedicados a la juventud han estado permeados de intenciones preceptivas. La moral de los Grimm o de Andersen no se corresponde con la actual, pero la intención de, por ejemplo, los Cuentos para la infancia y el hogar, no es tan diferente a la que puede mover a un pedagogo contemporáneo. ¿Y del otro lado, el de los textos escritos por diversión y para divertir más que para aleccionar, qué? Bueno, allí hay un misterio. Muchos de nuestros “clásicos juveniles” y pienso en Twain, Swift, Chesterton, Wilde, etcétera, me parecen maestros de la ironía y el humor más negro posible. Que sus libros terminaran catalogados como exclusivos para jóvenes me sigue pareciendo producto de una conspiración. Lo mismo pasa con ciertos autores de textos de fantasía o de aventuras, viejos y nuevos: Kipling, Verne, Wells, Gaiman, Pratchett. No puedo evitar pensar que un lector “adulto” que prescinda de ellos no lo hace en honor a su madurez, sino a su masoquismo y falta de sentido del humor. En fin: los libros “educativos” para todas las edades siempre existirán. Algunos serán mejores que otros y algunos, incluso, serán buenos libros. Pero sus triunfos o fracasos no dependerán, me parece, de la desaparición de ese tipo de literatura divertida, inteligente y aguda que algunos creen exclusiva de lectores primerizos y que, con más frecuencia de la que se cree, es gran literatura. Sin más etiquetas.